El canibalismo de Luisito, por Aldo Schiappacasse

El canibalismo de Luisito, por Aldo Schiappacasse
T13
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Luis Suárez es un tipo especial. En el Mundial pasado mandó a su país a las semifinales con una volada espectacular, metiéndole la mano a una pelota de Ghana que era gol en el último minuto del tiempo agregado. Salió llorando de la cancha y cuando iba a los vestuarios sintió cómo los africanos desperdiciaban el penal y forzaban una definición que el Loco Abreu cerró picando su tiro.

En Inglaterra lo aman y lo odian. Es, en el Liverpool, un goleador impenitente, pero tiene actitudes de aquellas que los británicos no entienden. Como andar mordiendo en la cancha. Ya lo sorprendieron una vez y ahora, frente a los italianos, con mil cámaras en el estadio, le dio un tarascón impresentable a Chiellini que ni el árbitro ni los guardalíneas vieron, pese al reclamo destemplado del defensor herido. ¿Quién le creería a un tipo que reclama porque le clavaron los dientes en el hombro?

¿Por qué muerde Luis Suárez? Pues, como en la vieja y trillada fábula del escorpión, está en su naturaleza: quiere comerse a todo el mundo. Seguramente lo sancionarán, se perderá el partido de octavos con Colombia y su acto quedará en la historia de las Copas del Mundo como uno de los más destemplados, absurdos y violentos que se recuerden. Luisito luchó por estar acá con una recuperación contra el tiempo, y se marginó de la fiesta con una actitud reñida con el fair play que debería ser drásticamente sancionada. Con todo lo que lo admiro, lo mandaría para la casa. Morder al prójimo no es de gente civilizada. Uno se lo enseña a los hijos en la más tierna de las edades.

Una palabra para los italianos, que ratificaron su espíritu opaco, timorato y ratón para quedar eliminados sin brillo ni vergüenza. Escribo apasionadamente porque corre sangre italiana por mis venas y no puedo comprender cómo una cultura que aprecia y disfruta tanto la belleza, la estética, los placeres de la vida, la alegría y la expresividad, gusta y ampara un estilo futbolístico tan gris, defensivo, conservador, ingrato y vil con el espectáculo.

Siempre ha sido así y por más que quisieron vender el verso de Prandelli jugando a la ofensiva, esta eliminación no sólo es justa, sino que los condena, por segunda vez consecutiva, a irse tempranamente a casa por mezquinos. Italia tiene muchas cosas para el goce de los sentidos, menos esa basura que llaman calcio, que en sus equipos disimulan llevando talento extranjero, cuando los partidos no están amañados.

Clasificó Colombia y se agradece. Juegan lindo, hacen goles y tienen a James Rodríguez, un jugadorazo que atenúa la ausencia de Radamel Falcao. Pero la nota emotiva en Cuiabá la brindó Farid Mondragón, con un record algo insólito: el jugador más viejo en pisar la cancha en un mundial: 43 años y 3 días, destronando al viejo y querido Roger Milla, que jugó con 41, pero siendo delantero.

Al final del partido el emocionado Farid quiso festejar con sus dos pequeños hijos en la cancha, pero un insensato e infeliz delegado de la FIFA se lo prohibió, desnudando la verdadera cara de esos desalmados de Zurich, que se llenan la boca metiendo niñitos a la cancha para que sostengan banderitas -invitados por multinacionales que lucran con el juego- y hagan la pantomima del fair play. Cuando la oportunidad era inmejorable para un toque de humanidad, un señor con chaqueta y credencial, funcionario rentado del negocio del fútbol, sujeto a las reglas del manual y obedeciendo al espíritu mercantil que los rige, se lo impidió, ante las mismas cámaras que registraron el mordisco de Suárez.

Canibalismo puro.

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