La pena máxima, por Aldo Schiappacasse

La pena máxima, por Aldo Schiappacasse
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Conozco a Galvao desde hace rato.

Específicamente, desde que Brasil le ganó cinco a cero a Chile en Brasilia en las clasificatorias al Mundial de Alemania. La última vez que jugó Nelson Tapia. Después me lo topé muchas veces. En distintas canchas. La que más me impresionó fue en Gotemburgo, porque cuando ingresó a la cabina de transmisión – que estaba al lado de la nuestra- fue ovacionado por la hinchada. Las mujeres, y no les miento, le mostraban los calzones y se levantaban las camisetas, mientras los hombres lo vitoreaban, casi en éxtasis.

Galvao es el principal relator deportivo del Brasil. Gana una fortuna y vive en Mónaco. Viaja sólo para los partidos importantes y, obviamente, el Mundial lo transmitirá completo para Globo. Nos topamos el Belo Horizonte, pero él iba rodeado de guardaespaldas, de un asistente que le llevaba el terno, de una secretaria que le marcaba el camino y otro tipo que le sacaba las fotos que la gente le pedía. Firmó tres o cuatro autógrafos, se subió a una camioneta de vidrios polarizados y se marchó, raudo, dejando esa estela inconfundible que es propia de los verdaderamente famosos.

Me costó mucho tiempo comprender el éxito de Galvao. Los relatores y comentaristas sabemos que le gente se saca fotos, y demanda un saludo, pero en el fondo no te quieren. Te miran con recelo, quieren decirte algo que a veces insinúan, a veces gritan, cuando están en patota o ya muy lejos. Si pueden herirte lo hacen, y siempre te piden una cosa vaga, amplia, imprecisa: “digan la verdad”, lo que para nuestra escasa historia deportiva puede ser sinónimo de muchas cosas, casi siempre grises. Somos especialistas en comentar derrotas, algunas más dignas que otras, y eso se paga caro.

Galvao es querido porque casi siempre transmite alegrías. Títulos del Mundo, Copas Libertadores y de Confederaciones. Victorias resonantes en el fútbol o la fórmula uno, que son sus especialidades. Galvao paralizó al país con su arenga el día del debut, como lo hizo el mundial pasado cuando quedaron eliminados en cuartos con Holanda. Galvao habla y la gente escucha, sonríe, se conmueve.

Anoche, tarde, lo ví otra vez, aunque esta vez haciendo su trabajo en la televisión. Seguía en el Castelao de Fortaleza mucho después de consumada la opaca victoria de Brasil ante Colombia. Para ser más específico, lo vi en una pizzería donde nadie atendía, nadie comía, nadie tomaba cerveza, porque todos los estaban viendo y oyendo la tele. Parecía más viejo, cansado y triste que hace apenas unos días. Tenía una presentadora guapa al lado, pero cuando está Galvao todo el mundo lo está mirando a él, quienquiera comparta pantalla, incluso Ronaldo.

Galvao hablaba y parecía que el mundo se había detenido, por más que afuera, en la playa de Fortaleza, la gente caminara feliz y los petardos resonaran a lo lejos. Pero en la tele de la pizzería el comunicador más famoso de Brasil era lapidario. Neymar, la estrella del scratch, el ídolo local, la esperanza de magia en un equipo de leñadores, la encarnación del sueño mundialista, estaba en el hospital y le acababan de diagnosticar fractura cervical. La tercera vértebra. Y repetía una y otra vez la escena del foul no cobrado de Zúñiga, y los gritos de dolor en la camilla.

Nos fuimos mucho rato después, entendiendo que nadie nos atendería en un local donde nada se movía, ni mozos ni clientes. Y me imaginé la misma escena replicada en todo el país, en Lama, en Sao Paulo, en Curitiba o en Natal pasaba lo mismo. Se festejaba sin pasión, con freno de mano, con la angustia colgando del cielo. Galvao, el hombre de las alegrías, el que despierta las esperanzas, lo estaba diciendo todo con el sentimiento vivo, doloroso, lacerante. El Mundial se acabó para Neymar, Alemania es el próximo rival para Brasil, Thiago Silva está suspendido. Un pueblo entero sintió que le clavaban una daga en el corazón. Eso no lo dijo Galvao, pero se le leía en el rostro. Como sólo aquellos que relatan las emociones son capaces de expresar.

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