Los arqueros ya no apañan la pelota, por Aldo Schiappacasse

Los arqueros ya no apañan la pelota, por Aldo Schiappacasse
T13
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La teoría no es mía. Es de Claudio Palma, que alguna vez jugó al arco. Dice que con la nueva tecnología los balones son tan livianos que su trayectoria se hace impredecible, por lo que los arqueros en este Mundial sencillamente prefieren rechazarla, manotearla, desviarla, deshacerse de ella lo más rápidamente posible.

Antes el placer de ser goalkeeper era precisamente acariciarla, tenerla, resguardarla junto al pecho, quedarse con ella. Apañarla. Cuando ayer Brasil estuvo en silencio, presa del pánico y del temor, un mexicano de pelo crespo llamado Guillermo Ochoa se convirtió en un héroe. Sacó cuatro pelotas netas de gol, pero jamás descansó junto al piso con la redonda atesorada, quieta, mansa, propia.  Fue el mejor partido de su vida, todo el mundo estuvo a sus pies, el planeta lo alabó unánimemente, pero la pelota jamás le perteneció.

Por el contrario, el arquero ruso Akinfeev vio venir el tiro de Lee Keun Ho, el coreano, y trató de atraparla con consecuencias devastadoras. La Brazuca se le escurrió de entre los dedos y se fue a descansar al fondo del arco, desatendiendo lo que marcan los nuevos tiempos: no confíes en la gordita.

Un contraste grandioso para concentrarnos en lo que nos interesa. Se juega en el Maracaná un Chile-España tenso y épico, donde muchas cosas estarán en juego. El estadio - remodelado y flamante - sepultó la carrera y la vida de dos arqueros legendarios. Barbosa, en 1950, no pudo detener el remate de Ghiggia a los 34 del segundo tiempo y se convirtió en un zombie: un muerto caminando. Por lo pronto fue un brasileño - Rosso Cauaca - el que escribió la célebre frase "donde pisa un arquero no vuelve a crecer el pasto".

Despreciado por su propia gente, arrastró la vergüenza durante el resto de su vida. Muchos años después, el mejor arquero que vi en mi vida, Roberto Rojas, se dejó seducir por la trampa y la vileza, hipotecando su existencia y condenándose a vivir entre el ruego por el perdón y la sospecha sin olvido. Los brasileños echaron abajo el grande y viejo Maracaná, lapidando para siempre su monumento más grande a la tragedia futbolera. Si nosotros hubiéramos podido, habríamos hecho lo mismo.

Cuando España y Chile salgan a la cancha sabremos si el viejo y sabio Vicente del Bosque le ratificó la confianza a Iker Casillas, a quien el pueblo le dio la espalda después de la goleada humillante ante los holandeses. Nunca en su historia de los españoles hubo un portero tan ganador y líder como él (ni siquiera el Divino Zamora), pero el viejo Iker, como todos los porteros, deberá arrastrar la cruz de su último error, sin que siquiera el recuerdo de la tapada a Robben en la final de Sudáfrica pueda redimirlo. Si juega, un temblor sacudirá sus rodillas.

Al otro lado Claudio Bravo entenderá que es el capitán de una selección que hoy puede escribir su propia leyenda. Si Chile gana hoy no sólo habrá eliminado al campeón, sino habrá rozado el cielo con una hazaña inmortal.  En el nuevo  Maracaná, nos jugamos, como les gusta decir por estos días, la vida o la muerte.

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