¡Paren de llorar! , por Aldo Schiappacasse

¡Paren de llorar! , por Aldo Schiappacasse
T13
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Ya se los he dicho: una de las gracias del fútbol es que nos permite - a los hombres - abrazarnos, llorar, ponernos histéricos y sentimentales. Es en estas canchas donde nos expresamos, acaloramos, apasionamos sin frenos ni límites, sin sentir pudores ni vergüenzas, sin arrepentirnos. Porque lo que pasa en el fútbol se queda en el fútbol.

Las lágrimas de hombres grandes y muchachos imberbes, de veteranos de guerra  o de debutantes en estas lides son, por ende, entendibles y necesarias. Si en algo ha sido pródigo este mundial es en definiciones dramáticas, en goles de último minuto, en jugadores que se equivocan en la instancia clave. En postes malditos que nos privan de un sueño. En héroes, villanos, salvadores y gente que pone lápidas. ¿No está para el diván Mauricio Pinilla que eternizó en su espalda el momento más doloroso de su vida, transformando su espalda en una Capilla Sixtina del sufrimiento?

Lo que nunca había pasado es llorar antes de que la leche esté cocida. Derramar lágrimas por lo que vendrá, derrumbarse antes de subir. Y eso les pasó, nada menos, que a los dueños de casa, a los pentacampeones, a los súper favoritos. Y los culpables fuimos nosotros, pero el diagnóstico médico, siquiátrico, técnico no fue tan simple. La doctora Regina Brandao - sicóloga deportiva el Scratch - ratificó lo que todo el mundo sabe: los futbolistas brasileños, desde Julio César a Neymar, pasando por David Luiz y Marcelo están nerviosos, frágiles de mollera, con la tensión a flor de piel.

Felipe Scolari, apodado el sargento, sabe de presiones porque es un viejo zorro, curtido en mil batallas. Pero fue incapaz de manejar las tensiones y después de recurrir a las viejas tácticas (actividades lúdicas, días de descanso, piscina, masajes, videos motivacionales) se rindió y dejó el asunto en manos profesionales. La doctora, paradojalmente, se transformará en una mujer que manejará las emociones de un grupo de muchachos millonarios, famosos, acostumbrados a la opulencia y el goce, pero incapaces de soportar sobre sus espaldas la ilusión de 200 millones de personas. No por nada el gol que se comió en el Maracanazo arruinó para siempre la vida de Barbosa, el arquero aquel que pagó en vida la peor de las condenas.

Julio César, por ejemplo, un tipo maduro y curtido en su propio fracaso de hace cuatro años en Sudáfrica, fue a pararse bajo el arco con lágrimas en los ojos, contrastando con la serenidad de Claudio Bravo. Al final fue ungido como héroe y se fotografió con su virgencita favorita, pero lo que lo salvó no fueron sus reflejos felinos ni su sapiente ubicación, ni su fe ni la santita, sino un poste amigo. Pero, se sabe, está para el sillón, donde confesará sus traumas y temores.

Enfrentados a las mayores audiencias de la historia, observados por mil cámaras fisgonas, atrapados por primeros planos concluyentes, a los protagonistas de este drama universal no les basta con el talento ni la experiencia. Y está bien que así sea. Siempre he pensado que - sometidos a presión - los entrenadores que llegan a Pinto Durán enloquecen un poquito, se desequilibran, ven sombras amenazantes y se obsesionan con desenfrenado esmero.

Quedan ocho equipos en carrera y estoy preparando los pañuelos. No de la despedida sino del consuelo. Esta Copa del Mundo es puro llanto. Lágrima viva. Nervio puro. Ojos bien abiertos. Pasto fértil para la sicología aplicada en estos nuevos monstruos. Imponentes y sensibles.

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