Política

No satisfació al cavar diques

No satisfació al cavar diques
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¿Es mucho pedir que los políticos hagan un esfuerzo e intenten seducir al ciudadano que habla más o menos correctamente? ¿O es que estamos fritos?

Por Juan Manuel Vial

En 1946 George Orwell publicó un ensayo iluminador y polémico titulado La política y el lenguaje inglés. Allí, entre otras cosas, se quejaba de que el idioma defectuoso que manejaban los políticos corrompía al pensamiento, y el pensamiento desastrado a su vez corrompía al lenguaje. La eterna vigilancia, proponía Orwell con lucidez, era la única medida posible si lo que de verdad anhelamos es un alfabetismo inteligente. Esta semana fuimos testigos de un par de burradas memorables de parte de dos políticos importantes. Sebastián Piñera dijo en televisión “no satisfació”, eso cuando debió haber dicho “no satisfizo”. Y Gonzalo Navarrete, el presidente del PPD, fustigó a Jorge Burgos porque en vez de tender puentes, el ex ministro del Interior se dedicaba a “cavar diques”. Las palabras importan, y aunque se haya insistido en ello hasta el cansancio, no está de más volver sobre un asunto crucial: las palabras crean realidades.

Volviendo a Orwell: si nuestros líderes políticos no saben hablar, resulta sumamente sensato suponer que tampoco saben pensar
Juan Manuel Vial

Que Piñera no sepa conjugar el verbo satisfacer me parece grave, puesto que, por un lado, el hecho denota una sorprendente falta de educación, y, por otro, una alarmante carencia de lecturas. Si bien el ex presidente nos tiene acostumbrados a innumerables deslices léxicos, la correcta conjugación de un verbo viene a ser harina de otro costal, dado que involucra procesos mentales complejos que revelan el correcto, o incorrecto, funcionamiento de un cerebro. El tropiezo verbal de Navarrete tiene más que ver con la estulticia, pero eso no lo hace menos grave. ¿Acaso nadie jamás le explicó al doctor Navarrete que los diques no se cavan, sino que se construyen o incluso se elevan sobre la tierra? ¿Qué diablos fue lo que realmente quiso decir? ¿Cavar trincheras? ¿Cavar pozos? ¿Cavar abismos? Imagino el tremendo ridículo que habría causado la frase de Navarrete en Holanda, país de donde proviene la palabra dique, precisamente porque los holandeses le ganaron muchos kilómetros cuadrados al mar construyéndolos y elevándolos sobre la superficie terrestre.

En febrero de 2011 asistí a la ceremonia que entronizó a Michelle Bachelet como la primera directora ejecutiva de ONU-Mujer. La Asamblea General de las Naciones Unidas estaba repleta de damas entusiastas, activistas que, henchidas de un comprensible entusiasmo, coreaban a viva voz obviedades y clichés del tipo “las mujeres somos importantes” o “debemos escuchar la voz de las mujeres”. El discurso de Bachelet fue mediocre, repleto de lugares comunes, algo que últimamente, después de haber oído con atención varias de sus alocuciones públicas, me ha hecho preguntarme quién será el inepto, o la inepta, que escribe los discursos de la presidenta. Ahora bien, en honor a la verdad, debo admitir que esa noche en Nueva York hubo alguien que sí se sintió profundamente conmovido con las palabras y la performance de Michelle Bachelet. Jadeante de admiración y orgullo patriótico, tiritón de júbilo, sonriente hasta la obsecuencia, así figuraba el periodista Fernando Paulsen, quien poco rato después de terminada la ceremonia tuvo el tremendo privilegio de entrevistar a Bachelet, entrevista que a mí, en calidad de corresponsal de La Tercera, se me negó vaya a saber uno por qué razón.

Después de haber oído con atención varias de sus alocuciones públicas, me ha hecho preguntarme quién será el inepto, o la inepta, que escribe los discursos de la presidenta
Juan Manuel Vial

Leo por estos días un par de libros entretenidos, provocadores, enriquecedores, escritos por dos editores anglosajones que, la verdad sea dicha, son leyendas vivas en el mundo del periodismo y la literatura. Uno se titula Do I Make Myself Clear? (algo así como “¿Queda claro lo que digo?”), el otro Avid Reader (“Lector ávido”). El primero es de Harold Evans, un periodista que editó por años el Times de Londres y que fue elegido por sus pares como el más grande editor inglés de todos los tiempos. Y el segundo es de Robert Gottlieb, el mítico editor literario neoyorkino que, pese a ser un genio indiscutido en su oficio, cometió uno de los errores de juicio más vistosos en la historia de la literatura del siglo XX: rechazó el manuscrito de La conjura de los necios, la magistral novela de John Kennedy Toole. “Soy humano, yerro”, fue la disculpa con que Gottlieb zanjó el tema.

A lo largo de sus exitosas carreras, ambos hombres de letras repararon infinidad de veces en el lenguaje de los políticos. Es más: trataron directamente con ellos. Gottlieb esculpió las memorias de Bill Clinton, que hablaba y escribía muy bien, y Evans, con ojo de lince, publicó Los sueños de mi padre, manuscrito que en aquel entonces –año 1995– recibió de parte de un desconocido activista comunitario llamado Barack Obama. No tiene sentido ahondar aquí en la importancia que Evans y Gottlieb le conceden a la palabra justa, al uso correcto del lenguaje, ni tampoco cabría imaginar el horror que les hubiesen producido las aberraciones de Piñera o Navarrete. Samuel Beckett, cáustico, acuñó una frase que viene al caso y resume con notable concisión lo que pretendo transmitir: “Mal visto, mal dicho; mal dicho, mal visto”.

Volviendo a Orwell: si nuestros líderes políticos no saben hablar, resulta sumamente sensato suponer que tampoco saben pensar. El asunto cobra mayor patetismo cuando buena parte de los columnistas que se dedican a escribir de política no saben escribir. Pero no nos desviemos del tema. ¿Es mucho pedir que los políticos hagan un esfuerzo e intenten seducir al ciudadano que habla más o menos correctamente? ¿O es que estamos fritos?  

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