Por: María José Gutiérrez
Fotos: Verónica Ortíz

Rodolfo Guzmán (41) abre la ventana del nuevo Boragó: “Mira, el hito natural más importante de Santiago, el cerro Manquehue. Es un termómetro estacional: en el invierno está nevado, en primavera lleno de flores. Acá sentimos cuando llega el aroma de la primavera y sabemos que tenemos que ir a cortar ciertas plantas. Hemos mapeado esta zona y no te imaginas las cosas que crecen acá alrededor”, asegura el chef, dueño del restaurante que se ubica en el lugar 27° entre los mejores del mundo, de acuerdo con el ranking 50 Best.

Guzmán se aleja del ventanal y camina por el salón. Aunque está adentro del nuevo local –en José María Escrivá de Balaguer 5970, donde antes estaba el Hanzo– el lugar donde camina no es precisamente el restaurante. Es su nuevo centro de investigación para la comida, un proyecto que venía trabajando en secreto desde hace varios años y en el que se asoció con el premio nacional de ciencias, José Miguel Aguilera.

El chef apunta a la derecha: “Este living se va a convertir en la biblioteca técnica más importante de Latinoamérica en términos de comida, de estructura de alimentos. Queremos que acá se venga a estudiar y aprender cosas que no están en ningún otro lugar”, cuenta orgulloso. Pasos más allá está el laboratorio. “Una cocina donde se observan bichos que tus ojos no pueden ver para entender cómo funcionan, cómo podemos obtener cosas inconcebibles”, explica. En el otro extremo está la cocina de especies. Misos, Kojis, pajaritos… cada uno en un frasco de vidrio mientras se fermentan. Luego muestra la pared negra con varios dibujos y esquemas pintados en tiza amarilla. “Acá va a trabajar gente de otras disciplinas con sus computadores: biólogos, antropólogos, microbiólogos”, dice. Finalmente, señala el área donde invita a la gente a comer para probar nuevos productos.

En un mes más, el Centro de Investigación Boragó (CIB) estará operativo. A Rodolfo Guzmán le brillan los ojos. “Tenemos una misión: cambiar la alimentación de los niños y de los adultos mayores. Llega un punto, como país, cuando ya tienes la economía en el bolsillo y tienes que generar conocimiento. Esto es invaluable, esto permanece en el tiempo. Vamos a abrir nuestras cuatro paredes para las generaciones que vienen. Y vamos a hacer que los niños coman mar”, asegura.

El quinto sabor

A mediados del 2000, Rodolfo Guzmán tocó la puerta del profesor de la Escuela de Ingeniería de la UC, José Miguel Aguilera. El cocinero venía llegando de Europa y estaba trabajando en un restaurante en el Paseo El Mañío. Le preguntó si podía trabajar en su laboratorio. “Trajo sus cosas y empezó a hacer sus desarrollos. Era la época de la cocina molecular: del nitrógeno líquido y la esferificación, esas bolitas de gel que parecen caviar”, relata el doctorado en la U. de Cornell. Y agrega: “Noté que era singular porque era un chef que quería saber la ciencia que estaba detrás de la comida”.

A partir de entonces se convirtieron en amigos, sin relación comercial de por medio, aclara Aguilera, y cuando en 2014 el profesor creó la unidad de ingeniería gastronómica en la Escuela de la UC –que combina la ciencia y la tecnología con la comida–, Guzmán se transformó en un permanente colaborador. En el proyecto, que luego se llamó Lab, se testean alimentos y procesos que no pueden hacerse en una cocina, debido al equipamiento que se requiere.

En paralelo, Guzmán tenía en el segundo piso del Boragó –emplazado entonces en la calle Nueva Costanera– un pequeño laboratorio de I+D donde probaba nuevas formas de comida. Aunque se produjo una sinergia muy importante entre ambas instituciones, no era suficiente para las ansias del chef. “Nuestro backround como restaurante se empieza a alimentar bastante. Y al final era lógico: sabemos cocinar, llevamos varios años haciendo esto, descubrimos un lenguaje nuevo que puede cambiar la manera como los niños comen. Entonces, dijimos, ¿qué vamos a hacer?”, relata. Así surgió la idea de crear el CIB.

“Existe un curso en Harvard muy famoso, pero una cosa tan estructurada entre un chef y una escuela de ingeniera no existe en el mundo”, explica Aguilera.

Además del cocinero y el académico, trabajarán cuatro personas en la cocina y otras cuatro en el área de investigación: un antropólogo, un botánico, un biólogo y un microbiólogo. Eso, para partir.

Una de las ideas que la dupla ha conversado es cómo hacer que los almuerzos escolares en escuelas públicas sean una instancia para que los niños aprendan sobre alimentación.

-La cocina del Boragó es súper cara y elaborada. ¿Cómo pretendes masificarla para que llegue a los niños y las personas de la cuarta edad?

-Ojo, no podemos masificarla. Pero primero, ¿qué es caro? El restaurante es el más barato de la lista de los 50 mejores del mundo y detrás de nosotros hay una comunidad de 200 recolectores y pequeños productores. ¿Qué es lo importante para mí? ¿Comprarme unas zapatillas, que te pueden costar lo mismo, o ir al estadio, o ir a un concierto, o ir a comer? Yo escojo. Entonces, ese cuestionamiento es subjetivo. Segundo, ¿no es increíble que todo esto que te estoy hablando lo haya sostenido un restaurante? Que además ha desarrollado las economías locales que puedan permitir el desarrollo y la investigación de este aprendizaje. El Boragó nos trajo hasta acá. Dicho eso, no estamos tratando de llevar la comida del restaurante a toda la gente. ¡Es imposible! Pero el sabor de esto es increíble y si finalmente yo a un niño le doy algo que es bueno, se lo va a devorar. Si te dijera que el kilo de pescados chiquititos de rápida reproducción vale 1,6 pesos el kilo, puedes cambiarles la alimentación a todos los niños de la noche a la mañana.

-¿Qué tipo de productos o ideas tienes en mente: saborizantes, snacks?

-Nosotros vamos a desarrollar cinco productos y vamos a ver cómo y a quién entregar. Queremos bajar los sabores. Queremos agregar un quinto sabor: el umami (que se suma al amargo, dulce, ácido y salado), y en eso tenemos mucha destreza. Entonces, finalmente vamos a hacer snacks de alga, vamos a hacer concentrados de pescados de rápida reproducción, vamos a implementar que los niños puedan comer los bichos, y a tratar las verduras y vegetales de una manera importante en términos de sabor.

-¿Y estos productos eventualmente se van a comercializar en supermercados?

-Esa es la etapa que no sabemos, porque no tengo una bola de cristal para mirar para adelante. Pero sí te puedo decir que es revolucionaria en términos de comida. Queremos invitar a compañías y al Estado para que presten atención, porque necesitamos recursos.

-¿Has conversado con el ministro de Ciencias al respecto?

-No tengo idea con qué ministerios tengo que conversar, probablemente con todos: Ciencias, Salud, Economía, Medio Ambiente… Pero necesitamos los recursos, porque el conocimiento lo tenemos. Y lo bueno es que no estamos partiendo hoy, empezamos doce años atrás.

Los cuatro pilares

En el segundo piso, y sobre el CIB, está la oficina de Rodolfo Guzmán, todavía sin interruptores. “Si quiero apagar la luz tengo que salir a cortar el automático”, dice. Se instaló recién hace dos semanas. Mientras toma un café expreso en un vaso de piedra –del mismo estilo de todos los platos del restaurante–, recuerda los orígenes del negocio, que partió en 2007.

-¿No te asusta este local? Es yeta… a ninguno de los que se han instalado acá les ha ido bien: Hanzo, Emilio, el C…

-Pero acuérdate de que cuando nos instalamos en el Agua, también estaba vetado. A mí me encantan esos lugares porque yo creo mucho en la fuerza y en la energía del ser humano. Llegamos acá porque cabíamos. Cuando partimos en 2007 éramos cuatro en la cocina, ahora somos 40. Imagínate que en esa época tú ibas a Europa a aprender, hoy los europeos vienen acá y no solo a comer, sino que cocineros vienen a aprender de nosotros. Así como yo tenía las ganas de despojarme de lo que había en Chile en ese minuto, hoy pasa a la inversa.

A Rodolfo Guzmán le gusta mantener el misterio de su pasado. Cuenta que estudió cocina en Chile “en una escuela común y corriente”, hizo prácticas “en los restaurantes famosos de esa época” y a los dos años partió a España, decepcionado de la gastronomía local. “En la cocina, el chef era un tipo muy culto y el que estaba trabajando con él podría haber sido un maestro de la construcción, o cualquier cosa en la vida, y por alguna razón había llegado a eso. Y yo era un muchacho que tenía mucha pasión por lo que hacía”, relata.

El primer libro de cocina que conoció fue The French Laundry, de Thomas Keller. Pero llamó por teléfono para trabajar en el restaurante de Napa Valley y no le dieron ninguna posibilidad.

De vuelta en Chile, y habiéndose formado como pastelero, llegó a ser jefe de cocina a los 25 años. Con la poca plata que tenía ahorrada inició su negocio: Boragó, ubicado en un pequeño local en Vitacura. “Yo nunca fui un muy buen alumno en el colegio, y por primera vez en mi vida tenía una cuestión totalmente afín, que no me importaba cuántas horas iba a pasar adentro de una cocina, esto a mí me movía”, asegura. “Siempre tuve una ambición muy grande, que era dar de comer, no sabía en qué versión, pero cuando monté el Boragó, en mi cabeza tenía todos los detalles. Lo único que quería era hacer un restaurante donde mi comida fuera completamente diferente a todo lo que existía en Chile y Europa, y que se basara en los ingredientes nativos chilenos, cosa que era algo totalmente ilógica en la época. La cocina en el mundo está basada en la técnica: Ferrán (Adriá), el Bulli… Con Hernán (Coronao), mi jefe de cocina hace 13 años, a quien conocí en España, dijimos: ‘Esta cuestión va a ser potente si cruzamos el río, porque vamos a cambiar todas las reglas del juego’”, cuenta.

Ahí comenzó la búsqueda de pequeños recolectores de productos silvestres para que abastecieran el restaurante. Ni los propios productores entendían. “Pero si estas manzanitas son las que comemos en la casa, son de mala calidad”, le decían. “Los chilenos tenemos esto de que todo lo que viene de afuera es lo mejor. El pescado de Japón en los 90 tenía más calidad que el chileno, ¡un pescado que viajaba tres mil y tantos kilómetros! Porque tenemos esto de que ‘este ingrediente es mapuche, es ordinario, yo no lo como’”, asegura.

-Cocinas con muchas algas y alimentos que no se utilizan a diario en Chile. ¿Tuviste que estudiar lo que comían los pueblos originarios o has ido probando?

-Yo no soy estudioso, soy cocinero. Empezamos a ser aprendedores profesionales. Cuando te dedicas a una disciplina durante mucho tiempo, lo que viene después es la destreza. ¿Qué pasaba en los primeros años que teníamos el restaurante vacío? Lo hacíamos pésimo, nos mandamos una cantidad de cagadas que no te voy a enumerar.

-¿Los errores venían por el producto que ofrecías, el modelo de negocios, el público?

-Todo. Porque cuando eres joven, tienes mucha más tripa y muchos más ideales que conocimientos. Afortunadamente, en 2013 cambia la historia del Boragó (con la distinción de WbpStars, que lo ubicó entre los mejores 60 del mundo) y se llena de la noche a la mañana. Todos estos recolectores que habíamos contactado comienzan a distribuir solo para nosotros. Estos ingredientes se transformaron en algo muy importante, al igual que la creatividad, pero la clave es que creamos este espacio experimental, que existe desde el día uno y que fue empezando a tomar un nivel de protagonismo gigantesco.

Explica que un ingrediente, hace ocho años atrás, significaba una sola posibilidad de uso. Por curiosidad, Guzmán y su equipo empezaron a probarlos en distintas facetas: una ciruela silvestre podía utilizarse desde su flor hasta que está sobremadura, y entre medio podía haber cincuenta usos. “¡Mierda! Es como que eres un pintor que tiene 25 colores y de la noche a la mañana te pongo 300 al frente. Vives un renacimiento en tu cabeza”, dice.

En su escritorio, toma un mapa de Chile. “Somos el único país del mundo que tiene esta cordillera, esta costa así de larga y nada hacia acá (océano Pacífico). Entonces, miras el mapa ¡y es como tan lógico!”, asegura.

Categorizaron y clasificaron las plantas y alimentos que había en el país y se dieron cuenta de que había tres cosas revolucionarias y que ningún restaurante en el planeta basaba su cocina en ellas: algas, más de 700 tipos; halófitas, que crecen directo de las rocas sin necesidad de tierra; y pescados de rápida reproducción, que generalmente se utilizan para fabricar harina de pescado. “Se acabaron los años donde sacamos estos atunes gigantes. De hecho, nosotros iniciamos esta campaña no comamos más atún chileno de Isla de Pascua porque estamos echándonos el ecosistema”, señala.

Y hay un cuarto pilar que cruza todo: el mundo funghi. “Descubrimos que hay nuevos sabores en ese mundo que no puedes ver y que no han sido investigados por la humanidad. El pan es el ejemplo más claro. Nadie ha pensado que en el pan hay una vida funghi, en la levadura, la cerveza, el vino, el espumante, el yogurt de pajaritos, las kombuchas, todo. Es fantástico porque ayudan a evitar un montón de enfermedades, pero ¿qué nos importa a nosotros? El sabor”, dice.

Guzmán baja al Centro de Investigación y abre un frasco de vidrio. Adentro hay mote fermentándose. “Los japoneses producen miso, que es una pasta que se hace con legumbres con un bicho que se llama Koji. Nosotros infectamos el mote con el bicho. Huélelo. Esto ya te dice que es especial: chirimoya, queso azul… Nosotros no solo aceleramos el proceso –de un año a tres semanas–, sino que descubrimos cómo alimentar la bacteria sin legumbres. Hacemos miso de frutas, verduras, de todo…”, explica.

Luego, muestra otro frasco con cubos beige y un aroma dulce. Es miso de pan. Toma otro frasco y le introduce un palito de madera para probar. Sabe a caramelo. Es pan viejo fermentado con agua, algo que el chef llama un miso completo. “Imagínate lo que podemos hacer con otros ingredientes. Cosas que parecían imposibles, hoy son posibles y es lo que vamos a seguir haciendo en el CIB. Cuando tú cocinas, quieres que la gente lo pruebe y diga: “Conchetumadre, esto es lo mejor que he probado en mi vida”.

Puertas adentro

Quienes conocen a Rodolfo Guzmán lo definen como un genio loco, creativo y disperso. Su cable a tierra es su mujer, Alejandra Tagle, a quien el cocinero describe como su “motor”. Arquitecta de profesión, se encarga no solo del diseño del lugar, sino que de la gestión del Boragó. Tiene oficina en el segundo piso del restaurante –al igual que Aguilera y Guzmán–, y juntos son padres de dos niñas y dos niños.

El chef asegura que la gastronomía chilena “viene con todo” y que cada vez que algún cocinero de Boragó abre su propio local, le va bien. “Es difícil que comas mal en Santiago”, señala.

-¿Qué restaurantes te gustan?

-El Rancho de la señora María me gusta; La fuente alemana; La calma, de Gabriel Layera; el Sierra, del Coto (Cristián Sierra), que estuvo siete años con nosotros; el Ambrosía; el Mestizo… Puedo decirte 100 si quieres.

Todas las noches, Guzmán está en el Boragó. Dice que aunque ya no lo necesitan los cocineros, le gusta estar ahí. El local prepara a diario 1.045 platos, para los 19 tiempos que incluye el menú por persona. Eso, cuando no está de viaje. El año pasado realizó un tour mundial para promocionar el libro Boragó, de la editorial Phaidon, que contiene cien recetas, además de la historia del restaurante, la investigación sobre los ingredientes y el proceso creativo. En los próximos días viajará a Japón a reunirse con los mejores chef del mundo, y a fines de año está invitado a Alemania para cocinar para la conmemoración de los 30 años de la caída del Muro de Berlín, junto a Google y Harvard.

El 3 de abril, el círculo de Cronistas Gastronómicos de Chile le otorgó la máxima distinción, a través del premio Rosita Robinovitch.

-Siempre se ha dicho que tienes mejor prensa en el extranjero que en Chile. Es la primera vez que la gastronomía chilena te corona como el mejor chef, ¿cómo lo recibes?

-Es algo muy emocionante tener un premio al reconocimiento siendo tan joven. A veces no importa cuán relevante seas en el mundo. Finalmente, uno siempre quiere ser profeta en su tierra. Me hace feliz que los propios cocineros chilenos y las generaciones que vienen sepan que no tienen que salir de Chile, porque aquí también se puede soñar en grande y ser reconocidos.

Los otros proyectos

El Centro de Investigación Boragó tiene tres aristas. La primera se llama “NIN”, y significa llevar los productos del mar a los niños y adultos de la cuarta edad a través de los cuatro pilares: algas, halófitas, pescados de rápida reproducción y funghi. La segunda es “Educa”, que consiste en dar pasantías a jóvenes de liceos técnicos para que aprendan la cocina del Boragó. Y la tercera es la “Enciclopedia”, que pretende documentar los alimentos del territorio chileno: cómo se cortan, cómo se cocinan, etc. El proyecto está avanzado, pero aún le quedan unos tres años para terminar. Ese material, por ahora, está en una app que lanzaron que se llama Conectaz.

El secreto de la despensa

Camino a Chicureo, Boragó tiene una parcela biodinámica de una hectárea donde produce una parte importante de sus alimentos: tomates de verano, flores que luego son rostizadas y tratadas como carne, patos, huevos, gallinas, hierbas, lechugas silvestres ácidas, papas topinambur, moras silvestres, maravillas, zapallitos, calabaza, cilantro –para usar su raíz, semilla y hoja–, perejil, arvejas silvestres, habas, porotos de estación y plantas difíciles de conseguir, como hot radish.

De ahí se abastece a diario. Pero además, Guzmán junto al equipo de producción de la cocina del Boragó hacen viajes constantes a la costa de la zona central para traer otros productos más exclusivos, y de acuerdo con la temporada recurren a sus comunidades recolectoras, que van desde el desierto de Atacama hasta la Patagonia.

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