Hace un par de meses, un amiga mía quiso hablar conmigo.

Quería conversar de su abuela Frances, de 85 años. La mujer tenía una historia que necesitaba contarle a alguien.

Así que fui a su casa.

La abuela Frances es diminuta y delgada, con cabello blanco y ojos marrones que siempre sonríen, incluso cuando ella no lo hace. Habla con ese fuerte acento de Queens, Nueva York (Estados Unidos), que suena como si estuviera masticando las palabras antes de pronunciarlas.

Pero los secretos tienen un lenguaje propio. Y la abuela Frances insiste en que sólo me contará esta historia en su lengua materna, el español.

Comienza diciéndome que nació bajo el nombre de Francisca Carmona García, en el estado de Jalisco, en el oeste de México.

Cuando habla de Jalisco, sus ojos se iluminan.

"Los hombres son guapos allí", dice. Montan a caballo con una pistola al costado.

"Te estás sonrojando," le digo. "Sí," dice con una carcajada. "¡Lo sé!"

Le pregunto cuál es su recuerdo favorito de la niñez y ella dice "irme de alló".

La familia Carmona era pobre.

"Comíamos semillas y tortillas, con algo de chile, y sabía muy bien porque teníamos hambre", cuenta.

Me dice que su hermana menor murió de hambre. Cuando Frances tenía 14 años, se fue de su casa para ir a la ciudad de Guadalajara. Consiguió un trabajo como empleada doméstica y comenzó a enviar dinero a casa.

Pero el dinero seguía siendo escaso y Francisca tenía sueños más grandes.

"El Norte", dice, todavía con una pizca de temor en su voz.

Se refería a Estados Unidos.

La "oportunidad"

Era la década de 1950. La década de la prosperidad y la expansión cultural de EE.UU. Había nacido el rock and roll y Marilyn Monroe cantaba que los diamantes eran sus "mejores amigos".

John Wayne volaba aviones en la pantalla grande y Marlon Brando iba a bordo de (la película) "Un tranvía llamado deseo".

Francisca consiguió su gran oportunidad un día en el trabajo cuando tenía 16 años. Una mujer mayor se acercó a ella y le dijo: "Estamos buscando camareras. Justo en la frontera con Texas. Un pequeño pueblo llamado Villa Acuña. En un restaurante llamado La Perla".

Francisca empacó y se fue para allá, a su nuevo trabajo, para atender mesas. Era un viaje de un día. Pero cuando finalmente llegó a la ciudad, se dio cuenta de que no había restaurante. Ni siquiera había calles, dice ella. La Perla era una casa en el medio de la nada.

Era un burdel.

"Tienes que hacer lo que tienes que hacer", recuerda, resignada. Nunca había imaginado que le pasaría esto. Y no tenía elección. "Yo era el sostén de la familia", explica.

Todo esto sucedió cuando era una adolescente.

"Nos dieron nuestra habitación y nos dijeron que nos vistiéramos muy bonitas y que saliéramos al salón porque estaba lleno de soldados estadounidenses", dice.

El burdel servía exclusivamente a militares estadounidenses, que llegaban desde la frontera de Texas. Los mexicanos no ponían un pie en La Perla, pero la policía mexicana protegía el lugar y vigilaba a las chicas.

Una vez al mes, Francisca comenta, "los médicos iban a hacernos revisiones".

Afortunada

Es extraño, oír a esta dulce abuela contarme la historia de cómo fue traficada mientras insiste en que termine un plato gigante de tamales que preparó para mí.

Pero nada de esto es inusual. Las ciudades fronterizas mexicanas siempre han servido como lugares de vicio y explotación. El turismo sexual es un negocio lucrativo incluso hasta ahora.

Las autoridades informan que entre 2011 y 2012 más de 9.000 mujeres desaparecieron en todo México.

Y eso es sólo los casos reportados.

Pero Francisca no cuenta su historia como otras sobrevivientes de trata con las que he hablado. Ella habla de lo afortunada que fue.

Una amiga suya, que fue llevada a otra ciudad, fue asesinada. Francisca habla de una amable y magnífica señora que le permitió conservar parte del dinero que ganaba. De hombres importantes en uniforme, que eran caballerosos.

Me voy de su casa un poco perpleja. Pero su tono cambia la siguiente vez que hablamos, cuando me invita a comer.

¿Por qué ahora?

Mientras sirve una sopa de cola de buey en mi plato, Frances me dice: "Sabes, es una gran vergüenza en mi vida, quiero que entiendas que estaba desesperada".

"Es una cosa fea", lamenta. "Tienes relaciones con un hombre que no quieres, sólo cierras los ojos y dejas que suceda. Es falso. Lo haces por necesidad, no por deseo. No sabes nada del amor. No sabes nada de besar con pasión".

Le pregunto si está enojada. Hace una pausa y responde: "Sí. Conmigo misma".

Así que le pregunto por qué me está contando este secreto. ¿Por qué ahora? ¿Por qué contarlo alguna vez?

"No sé", contesta, y luego vacila. "No sé por qué. Creo que había algo aquí", explica mientras frota su estrecho pecho. "Algo dentro de mí".

Carmona sabe cuánto quería dejar ese lugar. Ella asegura que siempre se dijo a sí misma "tengo que casarme con un estadounidense".

¿Realmente enamorados?

Un día llegó un cliente, que era alto y guapo, un sargento de la Fuerza Aérea de EE.UU.

Se llamaba William.

"Era tan elegante", recuerda Frances. "Llevaba una camisa azul y una corbata. Medía casi 1,80 metros".

Esa noche, dieron un paseo. La luna era hermosa.

"Se enamoró de mí y me dijo 'quiero que salgas de aquí', cuenta Francisca.

¿Se enamoraron realmente? ¿Una joven que está atrapada y que necesita tanto irse de donde está ama verdaderamente al hombre que puede rescatarla? ¿A un cliente en un burdel? Cada vez que le pregunté, ella respondió lo mismo.

"Me enamoré de él y amé a ese hombre", asegura.

Se casaron y William la trajo a Nueva York. Vinieron en autobús. Era 1952.

Llegaron a la Terminal de Autobuses de la Autoridad Portuaria, la agitada y congestionada estación central de autobuses de Manhattan que funciona hasta hoy.

Un sábado, me encuentro con ella allí temprano.

60 años después

Está ansiosa por llevarme a su barrio de Queens y presentarme a todos sus amigos.

Después de aproximadamente una hora en el metro, llegamos. Caminamos por el bullicioso bulevar y las tranquilas y exuberantes calles suburbanas.

Aunque hoy está lleno de gente que habla español y se escucha reggaetón, la abuela Frances fue la primera latina en vivir aquí.

Su nueva familia le aconsejó que no hablara español a sus hijos. En aquel entonces, la zona era principalmente un barrio italiano.

Dice que cuando llegó, tomaron un taxi, a la casa de su suegra. Recuerda que hacía frío. Nunca había visto nieve y le tenía miedo.

"Tenía miedo de que congelarme", se ríe. Eran las cuatro de la madrugada. Estaba oscuro. No podía ver nada.

Ella todavía no sabía que todo iba a estar bien. Que sería parte de una gran familia que la adoraría.

Cuando su nuevo marido tocó la puerta de su casa, ella solo sabía algo: una cosa realmente mala le había pasado. Una cosa que le sucede a las mujeres todo el tiempo, hasta hoy.

Era un secreto en el que pensaría a veces, pero nunca se lo diría a nadie, hasta 60 años después, ya como una viuda y con nietos.

En aquel entonces, sabía que había sido capaz de sobrevivir. Que había podido salir y que iba a construir algo más: una vida hermosa.

Francisca Carmona García, más conocida por las muchas personas que la aman como Frances, finalmente se encontraba en casa.

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