Ramsés Henao, el notario de Chigorodó, tiene nombre de faraón gracias a la curiosidad de su padre.

"Era un hombre que leía mucho. Así que cuando nací yo decidió ponerme un nombre raro, Ramsés".

Raro, claro, si se considera que Chigorodó es un pueblo en el noroeste de Colombia, a unas 15 horas de viaje por carretera desde la capital, Bogotá.

"Y después cuando nació mi hermano, repitió la dosis y le puso Osiris", apunta.

Lo dice mientras le da la mano a una pareja joven, que ha venido a que le firme el registro civil de su bebé de 5 meses. Del cuello de Ramsés cuelga una cadena plateada y gruesa con un medallón en forma de cabeza de faraón como adorno.

Pero esto solo es un objeto de una vasta colección: su casa está repleta de motivos egipcios.

El plato de Tutankamón, varias cabezas de Osiris, Anubis y Horus, un cuadro enorme lleno de jeroglíficos y un bastón con forma de serpiente.

Fotos de sus padres, esos que le eligieron el nombre que lo vincula para siempre al antiguo Egipto.

Y allí en medio, un cuadro de marco azul y grueso con una imagen del expresidente de Colombia Álvaro Uribe Vélez.

"Cuando uno va tomando conciencia de su nombre, también va desarrollando una curiosidad por la cultura egipcia, que para mí se ha convertido casi en una pasión", relata el hombre, de 54 años.

Sin embargo, el elemento más llamativo de su colección de arqueólogo aficionado no son los miles de suvenires que ha ido acumulando en estos años, sino un sarcófago enorme que él mismo mandó a construirse.

"Lo voy a utilizar el día en que me muera. Que me velen allí varios días", revela.

El "raro" del pueblo

A Ramsés le gusta hablar. Le gusta la trova, una especie de recital de poesía costumbrista. Le gusta imitar el parlache de los sicarios de Medellín. Sabe reproducir los modismos y los rictus de personajes públicos. Todo, mezclado en una misma conversación.

Los vecinos de Chigorodó lo conocen todos. Y con todos se sienta a hablar.

Allí nadie más se llama como el tercer faraón de la decimonovena dinastía egipcia, Ramsés II, quien gobernó seis décadas hasta el 1213 a.C., fue el gran triunfador de la primera batalla documentada de la historia y uno de los gobernantes "estrella" del imperio, que ha dejado tras de sí numerosas huellas para hacer las delicias de los historiadores.

Por eso tuvo un bautismo difícil: no había sacerdote que lo quisiera aceptar con ese nombre milenario, pero muy poco cristiano.

"Por supuesto que me hicieron matoneo en el colegio por el nombre. Me llamaban de varias maneras, se metían conmigo, pero nunca, a pesar de todo, me le quejé a mi papá por eso", cuenta.

Después de graduarse de abogado en Medellín y de trabajar como fiscal en una de las zonas más violentas de Colombia en los 90, decidió que su carrera sería la de notario.

Y en 2004, entre firmas de certificados de defunción en su oficina de Chigorodó y noticias de conocidos que fallecían víctimas de la violencia, comenzó a pensar en el tema de la muerte.

De su propia muerte.

Una revista loca

"Yo tenía la idea en la cabeza desde hacía rato y una vez que viajé a Estados Unidos, en una de esas revistas que había en los aviones, vi que vendían un sarcófago de un faraón tamaño natural", recuerda.

La revista era la ya extinta SkyMall, una publicación que circulaba exclusivamente en las aerolíneas estadounidenses y era básicamente un catálogo de promoción de los objetos más insólitos e innecesarios, pero a la vez llamativos, del mercado.

En sus páginas se ofrecía un dispositivo para ayudar a abrocharse una pulsera a la muñeca, un mono de peluche que abrazaba el dedo de su dueño, una máquina que prometía hacer crecer nuevamente el pelo desafiando toda calvicie y, por supuesto, el sarcófago egipcio.

"Ahí fue cuando comenzó todo. Pensé que la mejor manera era que me velaran así, como a los antiguos reyes de Egipto", cuenta.

Cuando consultó el precio en la revista y cayó en cuenta que comprar el curioso ataúd e importarlo desde EE.UU. hasta Colombia le iba a salir una fortuna, decidió recurrir al talento nacional.

Habló con Leonardo Estrada, un reconocido artesano local que se comprometió con la tarea.

"El tipo fue hasta la selva, cortó un tronco de un árbol que se llama caracolí y se lo trajo hasta Chigorodó", relata Ramsés.

Durante meses, Estrada iba ocasionalmente a la oficina del notario, lo hacía acostarse en el suelo sobre una lámina enorme de papel y le tomaba las medidas del cuerpo.

Pero a Ramsés se le acabó la paciencia en mitad del proceso.

"Me dijo que lo iba a tener listo en seis meses. Pero iban tres años y nada, así que le dije que me lo entregara como estaba".

Y recibió un molde de madera al que le faltaban los típicos colores dorados brillantes y las incrustaciones de lapislázuli que recibían los reyes de Egipto en sus cajones para el descanso eterno.

Colores con Mayet y Seti Keops

Cuando nacieron su dos hijos, Ramsés repitió la fórmula de su padre: a su hijo varón lo llamó Seti Keops, la unión de los nombres de uno de los hijos de Ramsés I, el faraón, y Keops, el líder que fue sepultado bajo una de las pirámides.

Y a su hija menor, Mayet. El mismo nombre que los egipcios daban a la diosa de la verdad, la justicia y la armonía cósmica.

Con ellos dos y sus vinilos de colores del colegio, le puso los puntos finales a su morada final.

Ahora, un enorme féretro de más de dos metros de altura y 70 kilos de peso se encuentra de pie en mitad de la sala de su casa, que funciona además como el lugar, adornado de bombas y serpentinas de colores, donde realiza las uniones matrimoniales.

El rostro de la tumba parece más la caricatura de un faraón, aunque el cuerpo y los dibujos tallados en la madera parece réplicas legítimas de las obras de los artesanos egipcios de los tiempos faraónicos.

Ramsés lo exhibe orgulloso: le pasa la mano por las molduras y le lustra las bisagras. Parece una forma de amigarse con la muerte.

"Ahora, no creo que quiera que me entierren con el sarcófago. Me gustaría que se quedara aquí, en esta casa, para que sea algo que le recuerde a la gente quién era yo", dice.

Todavía no está seguro, dice mientras abre el armatoste de madera para demostrar que sí cabe allí adentro.

Y mientras cierra el pesado portón, desaparece Ramsés dentro del cajón y solo queda a la vista el rostro adusto, tallado en madera, de un faraón colombiano. El faraón Ramsés de Chigorodó.

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