“He estudiado con cuidado las propuestas que componen el texto de nueva Constitución Política de la República que ha elaborado la Convención Constituyente y que se propondrá para ratificación ciudadana en el plebiscito de salida del 4 de septiembre. No lo considero satisfactorio como cuerpo legal y tampoco lo considero una solución política a la crisis institucional que buscaba resolver. He decidido, por ende, votar “rechazo” en ese plebiscito.

La principal función de un texto constitucional es dar un marco de gobernabilidad a la discrepancia política dentro de una comunidad nacional. La razón de ser de las constituciones es normar y reglamentar el conflicto político de modo que este no se desborde desde los cauces institucionales hacia soluciones fácticas, de hecho, o violentas. Para ello tiene que existir una masa crítica supra mayoritaria de ciudadanos y fuerzas políticas que, sin considerar que las reglas contenidas en esa Constitución sean perfectas o completamente de su gusto, consideren que son lo suficientemente balanceadas y razonables como para ser legitimadas y defendidas. Por definición esto requiere que existan garantías en que se protejan derechos de grupos que frecuentemente se encontrarán en minoría electoral. De otro modo, ¿por qué respaldarían y legitimarían un documento que los condena a ser arrasados políticamente y aplastados culturalmente? Por ende, para concitar el consentimiento de grandes mayorías, una constitución debe contener un conjunto de reglas que permita que buena parte de la sociedad y los diferentes grupos que la componen sientan protegidos sus derechos y libertades más fundamentales y frágiles. En el fondo, ese texto debe lograr que sientan protegido aquello que les da identidad. Esto es (aunque suene paradójico) que sientan protegido justamente lo que los hace una minoría.

Esa condición no se cumple en esta propuesta y la principal razón se encuentra en el extravagante sistema político propuesto; en el carácter experimental y exótico de lo que muchos analistas han llamado “la sala de máquinas” de la Constitución. Creo que el sistema político actual, vigente en la Constitución que nos rige, tiene muchos defectos y por ello he sido partidario, por mucho tiempo, de un nuevo texto. Desafortunadamente, a mi parecer, el sistema político que se nos propone ahora es muchísimo peor.

Una de las características más salientes del texto propuesto es que introduce un conjunto de principios constitucionales novedosos e interesantes, pero que pueden ser interpretados en diversas formas. De hecho, el texto explícitamente deja a leyes futuras, procedimientos y resoluciones de instituciones de ese sistema político la interpretación específica de esos conceptos. En un rango enorme de temas: los derechos sociales, la paridad, el género, los procesos de expropiación, la plurinacionalidad, la educación, la propiedad privada, la regionalización, la sustentabilidad y otros muchos más, se introducen nuevos conceptos constitucionales y artefactos legales que bajo ciertas interpretaciones pueden ser una herramienta benigna, responsable y progresista; pero bajo otras pueden convertirse en mecanismos abusivos, demagógicos o incluso, en algunos casos, derechamente anti democráticos.

Esto no sería tan problemático si el sistema político estuviese bien diseñado. No sería tan grave porque la operación de la política y las instituciones, bajo reglas equilibradas, separación de poderes y balances institucionales impediría interpretaciones abusivas del texto constitucional. Pero el sistema político propuesto no entrega esa garantía; más bien tiende a diluir el principio de separación de poderes, a desequilibrar los necesarios chequeos y balances entre instituciones del Estado, a exponer al sistema electoral a manipulación oportunista, a promover el oportunismo político y a concentrar excesivamente el poder en mayorías electorales circunstanciales.

Además, lo que muchos quisimos que fuera este proceso constituyente y esta nueva constitución, esto es, que fuera un renacer de la democracia chilena, y la posibilidad para unificar al país en torno a la construcción de un Estado social y democrático de derecho, se malgastó. Esa posibilidad se perdió. Había una posición privilegiada de la izquierda para hacer esto y no lo hizo. El problema es que se pretendió hacer una Constitución excluyendo a un sector político que quedó — legítima pero circunstancialmente — subrepresentado en la elección de convencionales. No es sensato pretender escribir la Constitución política de un país excluyendo a un sector político que, en condiciones normales, cuando le va mal, es un poco más de un tercio de la votación y cuando le va bien es casi la mitad. Excluirlos con aspavientos, diciendo que lo vas a hacer, no meramente derrotando sus posiciones, sino ninguneando su existencia como interlocutor político válido, es irresponsable, muestra niveles de ignorancia histórica imperdonables y contumacia en la incapacidad de aprender de errores del pasado que costaron muy caro.

Por estas razones es que creo que esta propuesta constitucional tiene el riesgo de invocar una crisis política futura de una magnitud muy superior a lo que hemos vivido. Y es por eso que creo preferible reiniciar el proceso constituyente.

¿Por qué reiniciarlo y no darlo por terminado?

Bueno, lo que ocurre es que yo soy partidario de fusionar el Estado social y democrático de derecho a los principios de la democracia liberal. Creo que ese es el camino al desarrollo económico y democrático. Soy, en ese sentido, un socialista democrático liberal.

Soy partidario del activismo económico y de un Estado desarrollista, incluso empresarial, enfocado en la transformación económica como motor del desarrollo y la equidad.

Soy partidario de un Estado plurinacional que adopte como propios los idiomas, identidades y otros elementos culturales de nuestras naciones originarias; y no creo que esto tenga que ser, necesariamente, un peligro para la unidad nacional si es que se hace bien.

Soy partidario de un estado federal y no creo que ello tenga que ser sinónimo de anarquía y desgobierno; pero me he allanado a una forma de regionalización más moderada dadas las tradiciones políticas nacionales que resisten el federalismo liberal clásico.

Soy partidario de la existencia de autonomías territoriales acotadas para nuestras naciones originarias, incluso con sus sistemas legales propios, si es que así corresponde cultural e históricamente, en coherencia con el sistema legal nacional y bajo la tutela de las instituciones superiores del poder judicial, que rijan dentro de esos espacios territoriales y para quienes decidan voluntariamente vivir allí y someterse a esas reglas.

Soy partidario de que la constitución se haga cargo de la necesidad de una relación balanceada y sustentable con la naturaleza, que se haga cargo de la emergencia ambiental y de la nueva realidad de escasez hídrica.

Soy partidario, incluso, de escaños reservados y mecanismos paritarios para corregir exclusiones y desigualdades históricas incompatibles con una sociedad moderna y libre; aunque creo que estos mecanismos siempre deben ser considerados como transitorios y, por ende, como parte de un mecanismo de corrección que eventualmente deja de ser necesario y se extingue.

Como si fuera poco, mi régimen político preferido es el parlamentarismo, aunque siempre supe que este no prevalecería en un país de tradiciones presidencialistas tan marcadas como el nuestro, por lo que me he allanado a alguna forma de semi presidencialismo o presidencialismo atenuado con un régimen parlamentario dotado de mayor responsabilidad, pero también mayores deberes y exigencias.

En fin… soy partidario de todas estas cosas y por eso considero que el proceso constituyente debe reiniciarse y no terminar.

En otros textos, libros, entrevistas y conferencias he discutido en extenso como entiendo cada uno de estos conceptos y como, a mi juicio, se encuentran presentes (a veces bajo otros nombres) en las sociedades y democracias más desarrolladas y admiradas del mundo. Soy partidario de todas estas cosas, pero soy partidario de hacerlas bien.

Más aún, a pesar de toda la irritante extravagancia performática de la convención, durante buena parte de su funcionamiento abrigué la esperanza de que, superadas ciertas catarsis carnavalescas, se allanaran a avanzar en forma responsable, seria y estructurada, si no en todas, en algunas de estas direcciones.

Sin embargo, una lectura desapasionada del texto propuesto deja una pésima impresión. Lo que yo observo es un grado muy alto de incoherencia, improvisación, voluntarismo y por sobre todo desmesura en la implementación de estos principios y conceptos que simplemente no puedo endosar con mi voto.

Creo que muchas de estas cosas, tal como se proponen, van a funcionar mal. Y como van a funcionar mal, creo que van a terminar desprestigiando estos conceptos e ideas y terminar validando las posiciones políticas más conservadoras, autoritarias, reaccionarias y centralistas que una parte de la derecha está ansiosa por reinstalar y que, como mostró la última elección presidencial, no son tan excéntricas para buena parte de la sociedad chilena como quizás le gustaría pensar a parte de la izquierda. No quiero que eso ocurra y creo que la constitución propuesta podría facilitar ese proceso de regresión autoritaria o a lo menos invocar un permanente conflicto dominado por los sectores más extremos y antidemocráticos de nuestro espectro político. No voy a refrendar aquello con mi voto.

Creo fervientemente que, si este proceso se hubiese hecho con mayor tiempo y plazos, con un mayor sosiego y calma, con mayor generosidad, con mayor escucha y menos vociferación, con etapas intermedias genuinas de consulta y dialogo ciudadano en que se hubieran sondeado y discutido, afuera de la burbuja de la convención, algunas de las ideas más radicales o novedosas, se habría podido converger a un texto de mejor manufactura y mayor sensatez. Creo en la dialéctica política como un proceso en que la discusión pública va revelando un camino colectivo, que nunca es el de uno u otro extremo, sino una aleación, una mezcla, una síntesis con propiedades superiores a las partes que la constituyen. Pero esa dialéctica, como toda fragua, requiere sus tiempos y este proceso constituyente no los tuvo. En los espacios mediáticos que tuve lo hice ver así y sugerí alargar los tiempos. Nadie quiso escuchar y claramente prevaleció una ansiedad y un apuro que condujeron a un mal documento.

Estoy consciente de que, si se rechaza el texto, será una derrota política para una parte de la izquierda que ha decidido enrolarse militantemente (y a mi juicio algo irreflexivamente) en la causa del apruebo “a ciegas” bajo ese mantra absurdo e irresponsable de que “cualquier cosa es preferible” a la constitución actual. No estoy de acuerdo. Tampoco estoy de acuerdo en que la constitución actual sea la misma que se instauró durante la dictadura. La constitución actual es resultado de varias decenas de reformas constitucionales realizadas en democracia y se encuentra firmada por un presidente socialista, democráticamente electo, que tuvo el valor de apuntar con el dedo a un dictador fascista en un tiempo en que hacerlo era algo verdaderamente peligroso y, luego, como presidente de Chile, decirle que no al imperialismo norteamericano cuando éste exigía nuestro apoyo a sus diseños militares. A mí me enorgullece esa firma.

Dada la naturaleza de la elección que viene, el voto obligatorio con inscripción automática y la ausencia de modelos de predicción de probabilidad de voto bajo estas condiciones, es muy difícil predecir qué es lo que va a ocurrir. Francamente creo que casi cualquier resultado es posible. En todo caso, si llegara a predominar el “rechazo”, si esta derrota ocurre, quedaría hermanada a la derrota política que ha sufrido la derecha en estos últimos años. Serían derrotas siamesas. En ambos casos serían hijas de la arrogancia, la inflexibilidad y la intransigencia. En un caso, de una derecha de discutible alcurnia liberal, completamente incapaz de ceder ni un solo milímetro en los privilegios de las clases sociales a las que tradicionalmente defiende. En el otro caso, de una izquierda presa de un nuevo evangelismo identitario, presuntuosa y engreída, sin sentido histórico ni estratégico. Quizás, como resultado de esas derrotas siamesas, los sectores extremos que dominan nuestra política hoy, sean obligados a bajar un poco el moño y se allanen a completar nuestro proceso constituyente de un modo más sensato, razonable, pausado y equilibrado.

Esta decisión es, para mí, un motivo de profunda amargura. Preferiría estar ratificando y aprobando un texto constitucional que concitara el apoyo de un espectro suficientemente amplio de la ciudadanía. No soy tan ingenuo como para pensar que podía obtenerse nada que asemejara unanimidad. Así no funciona la política. Pero si aspiraba a un texto que concitara el apoyo de las principales fuerzas políticas que se alternan en el favoritismo ciudadano y que tuviera una base de legitimidad operativa mínima. Lamentablemente esto no ha sido posible. Me genera mucha tristeza y algo de rabia tener que votar rechazo, pero siento que sería un travestismo intelectual de mi parte aprobar algo que creo que está tan mal hecho; y, además, simplemente no estoy dispuesto a mentir y tener una posición privada diferente a la pública. Estoy cansado de la mentira oportunista en política. Y no puedo exigir integridad a nuestros líderes si no me someto yo mismo a ese estándar como persona: al requerimiento mínimo de decir la verdad, tal como uno la ve, y asumir las consecuencias que ello tenga.

Soy un profesor universitario que ha pasado la mayor parte de su vida estudiando, enseñando y escribiendo en mi alma mater, la Universidad de Chile. Me he dedicado a la economía, la filosofía, la economía política y las políticas públicas. Las únicas otras instituciones en que he trabajado son Codelco y el Banco Central de Chile. Durante todo el proceso de la convención constitucional he monitoreado cuidadosamente las deliberaciones de esa asamblea, las propuestas, contrapropuestas, borradores, correcciones y, por cierto, los textos definitivos. He monitoreado, también, las diferentes opiniones públicas que han circulado y los debates que se han generado respecto de cada tema. He estudiado las posiciones en disputa tratando siempre de partir de la premisa de que hay algo que aprender y rescatar en cada punto de vista, pero recordando que la mayor muestra de respeto hacia una postura es someterla al más riguroso análisis y al más exigente razonamiento crítico. Es como resultado de este proceso de estudio que he llegado a la conclusión de que este documento no es satisfactorio como propuesta constitucional.

No me resulta posible tener una posición privada y anónima dado el rol que tengo en la plaza de discusión de políticas públicas. Por eso estoy publicando esta carta. Sin embargo, debido a la tristeza y decepción que me genera tener que tomar esta postura he decidido, también, no participar activamente en la campaña que vendrá. Publicaré esta carta y también he suscrito un manifiesto e iniciativa colectiva junto a un grupo de amigos con los que hemos estado discutiendo los problemas del proceso constituyente. Ese manifiesto será difundido junto con extractos audiovisuales de las opiniones de quienes lo firmamos. Creo que, con estas dos acciones, mi posición queda clara. Pero no haré nada más”.

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