La política de hoy nos entrega cualquier cosa menos sobriedad, racionalidad o paciencia. Es normal que así sea: vivimos en un mundo en guerra ya nada de fría, en que el dinero se esfuma entre las manos. Un mundo en que todas las certezas se disuelven al mismo tiempo que se ratifican. Tiempos de ladridos y crujir de dientes, en que para ser visto se necesita al menos incendiarse a lo bonzo una o dos veces al día. Por eso la imagen de Javier Macaya, presidente de la UDI, tratando de salir de su auto mientras el Team Patriota bloquea su paso, es tan excepcional como importante.

La misma existencia de ese team (el Patriota), desde su nombre en inglés hasta su líder nacido de lo peor que puede ofrecer el fútbol, es parte esencial de lo que está mal en Chile hace ya demasiado tiempo. Era eso también el “octubrismo”, la idea de que se puede, desde eso que se llama la calle, pero que es más bien las alcantarillas de la calle, hacer lo que se quiera con los políticos y la política.

Los políticos y la política que durante demasiado tiempo aceptaron como parte de su vida la rabia de los “espontáneos”.

Tanto la indignación histérica como la histérica simpatía, solo ayuda a los energúmenos. Javier Macaya encontró el tono exacto: tranquila serenidad, paciencia y calma. El tono mismo que ha mantenido desde el resultado del plebiscito, un resultado ante el cuál es especialmente difícil encontrar ponderación y calma. Una ponderación y una calma que los otros actores de la derecha prometen y prometen cada mañana, pero no pueden mantener ya en la tarde, ofreciendo venganzas de todo tipo, y denuncias de cualquier suerte.

Macaya es el único que parece entender que el resultado del plebiscito pertenece a esa categoría rara del póker de ases, o la alineación de todos los números en el cartón del bingo. O sea, es una rareza del destino que no le pertenece a nadie. O le pertenece a la historia que es, nunca mejor dicho en estos días de guerra en Ucrania, una ruleta rusa.

Macaya, presidente del partido más ortodoxo de la derecha, el partido mismo de los 30 años, ha tratado de mantener las promesas que hizo antes del plebiscito, y ha calmado como ha podido las ansiedades revanchistas que no deben ser pocas al interior de su partido.

¿De dónde nace esa calma ponderada de la que hace gala? Universidad Católica, fundación Jaime Guzmán, una vida entera en el partido, no predisponen a pensar que hay nada distinto en el senador Macaya de cualquier dirigente de la UDI. Y en muchos sentidos lo es, y quizás por eso es disciplinado, ideológico, poco brilloso y brillante, pero puntual y cumplidor.

En vez de camisa usa polera. Sus pantalones no son esos Dockers descoloridos que usaban “los coroneles” en los noventas. Sobrevuela todo eso un jockey entre perno y zorrón que no le sienta nada bien pero que demuestra que pertenece a otra generación y mundo mental que todas las Jacqueline Van Rysselberghe posibles.

Su personalidad pareciera justamente nacer del contraste no con la UDI histórica de la gloriosa época de Pablo Longueira, sino de la decadencia de sus descendientes directos. Esa UDI bullangera, y bullera que era “popular” en el peor sentido de la palabra de lo popular, en el sentido vulgar, grueso y chabacano del término.

Javier Macaya no nació con una papa en la boca. Se hizo a sí mismo en San Fernando, sexta región. Creció entre sus viñedos que fueron por muchos años parte esencial de su sustento. La soberbia y la violencia santiaguina no fue su ambiente. Creció con la sombra de los casos, los juicios, el desprestigio de entrada, y los gobiernos de Piñera y su mezcla de poder aparente e impotencia real. En muchos sentidos le toco bailar con la fea, perder muchas elecciones y enterrar muchos cadáveres políticos.

Pudo pensar que no volvería a ganar ninguna elección, porque el sentido común se había ido del todo hacia la izquierda. Se quedó, sin embargo, a dar la cara en la dirección de un partido que representaba todo lo que millones de chilenos salían a la calle a reprobar. Se mantuvo en un mástil de un barco que no parecía ir a ninguna parte. Le toco el final de la fiesta de cumpleaños: la hora de los platos rotos y los vómitos en el sillón.

Quedarse ahí es señal de locura, fanatismo o verdadera fe. Es una lección perpetua de humildad que sin embargo no parece haber penetrado del todo en la supuestamente más sensata Renovación Nacional y en la siempre trágica Evópoli, que como su líder Felipe Kast no puede evitar ser víctima y victimario, provocadores y provocados al mismo tiempo.

Si Macaya mantiene la calma y no le da por ponerle borde y más borde a la Nueva Constitución, podría darse el caso que el partido que definió la esencia del neoliberalismo a la chilena, sea el que lo entierre. Podría ser la UDI, que en gran parte definió las reglas de este juego la que ayude a definir nuevas reglas para un nuevo juego donde queda cada vez más claro que se necesitan partidos disciplinados e ideológicos, con dirigentes ídem.

Al final entre los gritos y los susurros, una voz sin otra gracia que el tono medio, con frases que empiezan y terminan, puede hacerse oír mejor que nunca. En tiempos inesperados como los nuestros lo mejor que se puede ofrecer, es ser predecible. Es algo en que Javier Macaya parece no fallar, en no dar sorpresas, pero también en mantenerse igual asimismo.

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