"En ese momento pensé que era una aventura emocionante. Le dije 'adiós' a mi madre, 'hasta pronto'. ¿Quién hubiera pensado lo que iba a suceder?"

Cuando Inga Joseph dice: "lo que iba a suceder", se refiere al holocausto. El mayor episodio de genocidio hasta ahora conocido.

Y cuando habla de esa "aventura emocionante", se refiere al viaje que la sacó de la Alemania nazi y la puso a salvo de las cámaras de gas. Aunque no sucedió lo mismo con sus padres.

Esta niña judía fue uno de los miles de menores que escaparon al exterminio judío de la Segunda Guerra Mundial cuando una decisión de Inglaterra les cambió la vida.

En 1938, nueve meses antes de que estallara la guerra, Inglaterra abrió sus fronteras a unos 10.000 niños, en su mayoría judíos, que huían del régimen nazi.

Los niños fueron enviados, sin sus padres, fuera de Austria, Alemania, Polonia y Checoslovaquia en un proceso que se conoció como Kindertransport.

A la mayoría de las familias judías se les impidió viajar al extranjero por falta de fondos o por los estrictos controles de visa impuestos por países como Gran Bretaña y Estados Unidos.

Muchos de estos niños nunca más volvieron a ver a sus padres.

Rescate traumático

Después de Kristallnacht, la noche de violencia organizada contra las comunidades judías en la Gran Alemania el 9 de noviembre de 1938, se presionó al gobierno británico para que relajara los controles de inmigración para un número limitado de niños.

Organizaciones caritativas como la Cruz Roja, organizaron el Kindertransport, en el que los niños no acompañados de edades comprendidas entre los 5 y los 17 años, podían viajar a Gran Bretaña en tren y en barco a través de Holanda.

Aunque los historiadores coinciden en que esta operación salvó miles de vidas, también significó un rescate traumático y la separación forzada de sus padres fue solo el comienzo.

Los niños que huían tenían que sobrevivir en un mundo nuevo y extraño, donde no podían hablar el idioma y no tenían ni idea de quién los iba a cuidar.

Los niños mayores vivían en albergues; otros tuvieron la suerte de tener amorosas familias de acogida, aunque un pequeño número fue tratado con crueldad por sus padres adoptivos.

Algunos de estos niños, ahora adultos mayores, hablaron con la BBC sobre la experiencia de dejar a sus padres atrás y cómo fue su vida luego de escapar de sus países de origen.


"Soy un huérfano"

Frank Meisler, transportado desde Danzing (Polonia) a los 12 años:

No recuerdo a mis padres discutiendo la decisión de enviarme a Inglaterra, aunque deben haberlo hecho.

Mi padre estaba en el extranjero en ese momento porque se había obligado a los judíos a abandonar sus negocios, y mi padre había transferido su negocio de camiones fuera de Polonia.

Mi madre tenía dos hermanas y su madre que vivían en Londres en ese momento, por lo que se acordó que la familia de mi madre me acogería.

Yo y los demás niños llegamos (a Inglaterra) totalmente desorientados. Teníamos hambre y no sabíamos el idioma, y ??para nosotros era un mundo extraño.

No sabíamos, y creo que tal vez muchos padres no lo sabían, que esta era la última despedida.

En cuanto a lo que estaba sucediendo en casa durante la guerra, creo que el gobierno británico omitió gran parte de lo que se sabía sobre los campos de concentración.

Pero los rumores abundaban y la gente sabía que algo terrible estaba sucediendo en Auschwitz y en Buchenwald.

Recuerdo que con la escuela fui a una obra de teatro, y fue en la mitad de la obra que estaba sentado allí con todos los demás estudiantes, cuando de repente me dije: "Soy un huérfano".

De repente me di cuenta de que las posibilidades de que mis padres siguieran vivos después de lo que había oído eran mínimas. Después de la guerra recibí la confirmación de la Cruz Roja.

Cuando trato de reconstruir lo que habría en común entre todos los que estábamos en el Kindertransport sería que, como escribí en un libro, entramos al tren en Danzig cuando éramos niños y desembarcamos en la estación de Liverpool Street como adultos, porque ahora éramos responsables de nuestras propias vidas.

Experimentamos mucho demasiado pronto. Creo que probablemente es el epitafio de nuestra juventud.

"Tuve que destruir las cartas de mis padres"

Bernd Koshland, transportado desde Bavaria (Alemania) a los 8 años:

No recuerdo muy bien cómo me sentí cuando me fui a Inglaterra. Es casi como si una cortina bajara y se apagara todo.

No sabía el idioma, excepto una frase. Curiosamente, mis padres me enseñaron una oración en inglés que decía: "Tengo hambre, ¿puedo comer un trozo de pan?". Afortunadamente nunca tuve que usarla.

A todos los niños se les permitió llevar consigo solo una pequeña maleta.

En el mío había ropa y un cepillo para el cabello que mi madre empacó para asegurarse de que su pequeño y querido hijo mantuviera su cabello arreglado.

Realmente no recuerdo haberle dicho adiós a mi padre y mi hermana. Mi madre vino conmigo a Hamburgo, abordamos el barco y me despedí de ella allí.

Cuando llegué a Inglaterra me enviaron a Margate, donde vivía con un grupo de 50 jóvenes de edades hasta los 16 o 17 años. Yo era el más joven. Aprendí inglés y aprendí a jugar juegos de los que nunca había oído hablar, como la rayuela.

Era perezoso para escribirles a mis padres, pero les envié cartas y recibí respuesta de ellos.

Lamentablemente las destruí todas cuando estalló la guerra. Un niño mayor me dijo: "No puedes quedarte con eso, si los alemanes vienen aquí, no es bueno".

Una vez que estalló la guerra no hubo más comunicación. Alrededor de 1942 y 1943, tratamos de contactarlos a través de la Cruz Roja, como hicieron algunas personas, pero no escuchamos nada.

Para entonces ya no estaban vivos.

"Era básicamente una criada"

Gertrude Flavelle, transportada desde Vienna (Austria) a los 11 años:

Recuerdo que mi padre me dijo que me gustaría ir a Inglaterra porque podría montar caballos. Pero la realidad no fue así en lo absoluto.

Cuando llegamos a Inglaterra pasamos la noche en Londres con el tío de Eva, el amigo con el que había viajado. Por la mañana tomamos un tren a Hinckley en Leicestershire, donde ambos debíamos ir.

Recuerdo que mis padres adoptivos entraron. Él era un caballero bastante mayor y ella una dama de aspecto muy severo.

No sé si es que eran del tipo de personas que no les gustaba abrazar o besar. Pero no recuerdo haber sido abrazada nunca.

Básicamente, yo era una criada: barría, pulía, lavaba, hacía las compras.

A los 18 años decidí dejar a mis padres adoptivos.

No nos separamos en términos terriblemente buenos, porque creo que pensaron que viviría allí para siempre. Supongo que me tenían cariño.

Los padres adoptivos que te tocaban era cuestión de suerte. Yo no tuve buena suerte con ellos, pero hay que pensar que me salvaron la vida.

 

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