Una soleada mañana de enero de 1966, dos aviones de la fuerza aérea de Estados Unidos chocaron y dejaron caer cuatro bombas nucleares cerca del pueblo de Palomares, en el sur de España.

No hubo explosión, pero el plutonio que llevaban quedó dispersado en una amplia área. Desde entonces España le ha venido pidiendo a EE.UU. que termine de limpiar la zona.

En octubre de 2015, Estados Unidos y España firmaron un preacuerdo de limpieza que contempla el traslado de tierra contaminada a Estados Unidos.

Los dos gobiernos se comprometieron a negociar inmediatamente un acuerdo "vinculante" que determine las obligaciones de ambos, pero no explicaron los detalles.

El gobierno estadounidense llama a las armas nucleares que se extravían "flechas rotas" y el 17 de enero de 1966, hace 50 años, Palomares recibió cuatro de esas.

A unos 31.000 pies de altura, un bombardero B-52G chocó con un avión cisterna KC-135 durante una rutinaria maniobra de reabastecimiento de combustible en el aire y se partieron.

Tres de las bombas que llevaba el B-52 cayeron en los alrededores de Palomares, mientras que la cuarta fue a dar a unos 8 kilómetros de la costa del Mediterráneo.

Manolo González dice que estaba parado afuera cuando escuchó una tremenda explosión.

"Miré hacia arriba y vi esta enorme bola de fuego cayendo del cielo. Los dos aviones se estaban rompiendo en pedazos", le dijo al periodista de la BBC Gerry Hadden.

González vio una de las mitades del bombardero caer a tierra cerca de la escuela elemental del pueblo, donde su esposa estaba dando clases.

"Atravesé el pueblo volando en mi motocicleta. El avión casi alcanza la escuela", dijo.

De hecho, nadie del pueblo murió aquella mañana, en lo que los habitantes consideran la única parte positiva de la historia.

Los aviadores estadounidenses no tuvieron la misma suerte. Los cuatro tripulantes del avión cisterna murieron, al igual que tres de los siete que iban en el B-52. Los otros cuatro lograron eyectarse exitosamente.

Sin teléfono

En 1966 sólo había un teléfono en Palomares y no había agua corriente. Sin embargo, por los cielos de la empobrecida región del sur de España surcaban a diario las más modernas maquinarias de guerra del mundo.

Era la cúspide de la Guerra Fría. En una operación bautizada Chrome Dome, EE.UU. mantenía ente 12 y 24 bombarderos B-52 armados con bombas nucleares en vuelo las 24 horas del día, en un intento por evitar un primer ataque de parte de la Unión Soviética.

Había diferentes rutas para los B-52 en diferentes partes del mundo. El bombardero involucrado en el accidente de Palomares volaba la ruta sur, en un circuito que le llevaba de su base en Carolina del Norte por el Mediterráneo.

El cisterna había despegado de una base cercana en el sur de España para recargar al bombardero antes de que emprendiera viaje de regreso a EE.UU.

El resultado habría sido infinitamente peor si las bombas hubieran tenido sus detonadores activados. Pero afortunadamente no lo estaban y por eso no hubo una explosión nuclear.

En teoría, los paracaídas colocados en las bombas debieron haber garantizado que aterrizaran suavemente, previniendo cualquier tipo de contaminación, pero dos de los dispositivos no lograron abrirse.

Plutonio disperso

A pocos días del accidente, la playa de Palomares se convirtió en base de operaciones para un enorme operativo militar en el que participaron más de 700 aviadores y científicos estadounidenses. Su objetivo era ubicar las armas y ponerlas a buen resguardo.

Las dos bombas que cayeron sin paracaídas se despedazaron por el impacto, esparciendo polvo de plutonio altamente radioactivo, un gran riesgo para cualquiera que lo inhalara.

"Lo que decidieron hacer fue retirar toda la tierra contaminada de las áreas más afectadas", asegura la científica Bárbara Moran, autora de "El Día que perdimos la Bomba H".

Literalmente, los estadounidenses arrasaron los primeros cinco centímetros de la superficie, lo sellaron en barriles y los enviaron a sitios de almacenaje en EE.UU.

"Tenían un plan de reacción", dice Moran, "pero se suponía que eso pasara en una superficie plana en los EE.UU., no en el extranjero en una tierra donde nadie hablaba inglés, llena de granjeros y cabras caminando por los alrededores".

Radioactividad "encantadora"

Mientras la limpieza se realizaba, los gobiernos de EE.UU. y España intentaban convencer al mundo de que no había peligro. El embajador estadounidense, Biddle Duke, viajó desde Madrid para darse un chapuzón en el mar enfrente de las cámaras de televisión.

Cuando uno de los periodistas le preguntó si había detectado alguna radiactividad en el agua, Duke respondió riéndose: "Si esto es radiactividad, me encanta".

Pero había una gran preocupación con relación a la cuarta bomba, que cayó en el mar y pasó a conocerse como la bomba H "perdida".

"El diseño de esas bombas era ultra secreto. Cuando se realizaba la búsqueda había barcos espía soviéticos alrededor", dice Moran.

Cuatro meses después, mientras que la operación de limpieza llegaba a su fin, la bomba perdida fue finalmente sacada de una profundidad de 869 metros.

EE.UU. y España acordaron financiar chequeos de salud anuales para los residentes y monitorear el suelo, el agua, el aire y los cultivos locales.

Pero desde entonces no ha surgido evidencia de que alguien se enfermara como resultado del accidente. La comida y el agua siguen limpias.

Tragedia olvidada

Casi todos se han olvidado de Palomares, excepto la gente de Palomares.

La operación estadounidense de limpieza no llegó a ciertas áreas contaminadas. José María Herrera es un periodista local que ha estado investigando el accidente de los años 80. Recientemente estuvo en una cresta desde la que se ve una de las tres zonas valladas que siguen contaminadas, en total unas 40 hectáreas.

"Ese cráter es donde cayó una de las bombas. Hoy podrías sacar de ese suelo al menos un cuarto de kilo de plutonio", afirma Herrera.

En realidad, cuánto plutonio queda aún en la zona es difícil de determinar, porque para empezar los estadounidenses nunca han dicho cuánto llevaban las bombas.

Pero el investigador Carlos Sancho, quien dirige la sección local del Ministerio de Energía español, estima que entre 7 y 11 kilos de material terminaron en tierra, aunque insiste en que eso no representa peligro alguno para la salud.

Museo B-52

Palomares es como un dragón durmiente. No se puede caminar en las áreas valladas y no se puede cultivar o edificar en ellas.

La comunidad se encuentra atrapada. Cuando los residentes se quejan, el accidente sale en los titulares de nuevo y cae el número de visitantes, y los precios que los granjeros obtienen por sus productos en el mercado.

Algunos dicen que sin la publicidad negativa, Palomares podría ser tan popular como su famosa vecina, Marbella.

El alcalde del pueblo, Juan José Pérez, dice que espera que la tragedia pueda convertirse en algo positivo. Incluso aspira construir un museo en el que se explique cómo sucedió todo.

"A lo mejor podría tener la forma de un bombardero B-52. Podríamos ofrecer caminatas guiadas por las zonas afectadas".

Pero afirma que para que eso pase, primero hay que ponerle un fin a la historia. Y para él, el final adecuado sería que los estadounidenses regresen y terminen el trabajo que empezaron.

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