"¿Qué diríamos si no pudiéramos ir de una ciudad a otra sin un pasaporte o un policía vigilando nuestra espalda?"

"Ten la certeza de que no estamos suficientemente agradecidos a Dios por los privilegios nacionales que tenemos", reflexionaba el editor británico John Gadsby en su viaje por Europa a mediados del siglo XIX.

En esa época, el sistema actual de pasaportes aún no existía.

Si alguna vez has cruzado la frontera, este te resultará familiar: tienes que hacer cola y enseñar una libreta estándar a un agente uniformado. Este escrudiña tu rostro para verificar que se parece a la versión más joven y delgada de ti mismo que aparece en la foto (y ese corte de pelo: ¿en qué estabas pensando?).

Tal vez te haga algunas preguntas sobre tu itinerario mientras su computadora rastrea tu nombre en una lista de posibles terroristas.

Pero, durante la mayor parte de la historia, los pasaportes no se utilizaron en todas partes ni de forma tan rutinaria.

Solían ser, fundamentalmente, una amenaza: una carta firmada por alguien poderoso que solicitaba que se permitiera al viajero continuar sin complicaciones... o habría repercusiones.

Un pasaporte para salir del pueblo

El concepto del pasaporte como elemento de protección se remonta a tiempos bíblicos.

Y la protección era en el pasado un privilegio, no un derecho: caballeros ingleses como Gadsby que querían un pasaporte antes de aventurarse a cruzar el Canal de la Mancha debían recurrir a sus contactos sociales para encontrar a algún ministro competente.

Sin embargo, tal como descubrió Gadsby durante su paso por Francia, hasta ésta, una de las naciones más burocráticas de Europa, se dieron cuenta del potencial de los pasaportes como herramientas de control social y económico.

Incluso un siglo antes, los franceses debían mostrar documentos y trámites no sólo para salir del país, sino para desplazarse de un pueblo a otro.

En la actualidad, los países ricos refuerzan sus fronteras para mantener fuera de ellas a los trabajadores no cualificados. Históricamente, las autoridades municipales usaban los pasaportes para impedir que sus residentes cualificados se fueran.

A punto de desaparecer

Con el paso del tiempo, el ferrocarril y los barcos a vapor hicieron que viajar fuera un proceso más ágil y barato. En esos tiempos, los pasaportes no gustaban.

El emperador francés Napoleón III compartía la admiración de Gadsby por el sistema británico, que era más relajado. Describía los pasaportes como una "invención opresiva... una vergüenza y un obstáculo para el ciudadano pacífico".

Así que decidió abolirlos en 1860.

Muchos países siguieron los pasos de Francia y eliminaron formalmente las exigencias de pasaportes o simplemente dejaron de molestarse en velar por su cumplimiento. Al menos, en tiempos de paz.

En 1890, se podía viajar de Europa a América sin pasaporte, aunque también ayudaba el hecho de ser blanco.

En algunas naciones sudamericanas, las constituciones incluían el derecho a viajar sin pasaporte. En China y en Japón, se le pedía este documento a los extranjeros sólo si querían adentrarse en sus territorios.

Al llegar el siglo XX, sólo un puñado de países todavía insistía en exigir un pasaporte para permitir la entrada o la salida.

La desaparición de estos documentos parecía posible a corto plazo.

¿Cómo sería hoy el mundo si eso hubiera sucedido?

Un símbolo de la crisis migratoria

Una mañana de septiembre de 2015, Abdullah Kurdi se subió a un bote inflable con su esposa y sus dos hijos en una playa de Bodrún, en Turquía. Querían cruzar los 4 kilómetros de Mar Egeo que les separaban de la isla griega de Kos.

Pero las aguas se pusieron bravas y el bote se volcó. Kurdi consiguió aferrarse a la nave, pero su familia se ahogó.

El cuerpo del más pequeño, Aylan, de sólo tres años, fue arrastrado por el mar hasta una playa turca, donde fue fotografiado por el periodista de una agencia de noticias local.

La imagen de Aylan Kurdi se convirtió en el símbolo de la crisis migratoria que convulsionó Europa ese verano.

Los Kurdi no planeaban quedarse en Grecia. Esperaban poder comenzar una nueva vida en Vancouver, Canadá, donde la hermana de Abdullah, Teema, trabajaba como peluquera.

Hay formas de viajar de Turquía a Canadá mucho más fáciles y que no implican embarcarse en un bote inflable a Kos.

Los 4.000 euros que el padre pagó a un traficante de personas podrían haber servido para comprar billetes de avión para toda la familia.

Pero los Kurdi carecían del pasaporte adecuado.

En realidad, debido a que el gobierno sirio negó la ciudadanía a la etnia de los kurdos, no tenían ninguno.

El color correcto

Pero, incluso si hubieran contado con pasaportes sirios, no hubieran podido abordar un avión a Canadá.

En cambio, si sus documentos hubieran sido expedidos por las autoridades de Suecia, Eslovaquia, Singapur o Samoa, la familia no hubiera tenido ningún problema.

Que el nombre del país que figura en nuestro pasaporte determine si podemos viajar o trabajar (al menos, legalmente) puede parecer algo natural. Sin embargo, se trata de un desarrollo histórico reciente y, desde cierta perspectiva, resulta extraño.

Muchos países se enorgullecen de prohibir a los empleadores que discriminen a los trabajadores por características que no pueden cambiar: género, edad, inclinación sexual o color de piel.

Cambiar de pasaporte es posible: por ejemplo, quien tenga US$250.000 podrá comprar uno de las islas caribeñas San Cristóbal y Nieves.

Pero, para la mayoría de personas, el pasaporte depende de la identidad de los padres y el lugar de nacimiento. Y estas son dos cosas que nadie puede elegir.

Pese a esto, no hay ningún clamor popular que pida juzgar a la gente por su carácter y no por el color de su pasaporte.

Los "migrantes económicos"

No han pasado ni tres décadas desde la caída del Muro de Berlín y los controles de migración se han vuelto a poner de moda.

Donald Trump quiere que haya un muro en la frontera con México. La zona Schengen, que permite el libre tráfico de personas entre la mayoría de países de Europa, se agrieta bajo la presión de la crisis migratoria que sufre el continente.

Mientras tanto, los líderes europeos discuten sobre cómo diferenciar a los refugiados de los "migrantes económicos".

La teoría es que se debe negar la entrada a quien no se enfrenta a una persecución, sino que sólo busca un trabajo mejor para poder tener una vida mejor.

En la arena política, la lógica de restricciones migratorias se vuelve cada vez más difícil de debatir.

Pero en el terreno económico, la lógica apunta en la dirección contraria. En teoría, el rendimiento crece siempre que se permite a los factores de producción seguir la demanda.

En la práctica, todo proceso de migración crea ganadores y perdedores. Pero los estudios indican que se generan más de los primeros que de los últimos.

En los países ricos, la situación de cinco de cada seis ciudadanos mejora con la llegada de nuevos residentes.

Entonces, ¿por qué esto no se traduce en un apoyo popular a la apertura de fronteras?

Mala gestión

Existen razones prácticas y culturales de cómo la inmigración puede ser mal gestionada.

Por ejemplo, cuando los servicios públicos no se refuerzan y actualizan con rapidez para poder hacer frente al incremento de usuarios. También resulta complicado conciliar diferentes credos.

Además, las pérdidas tienden a ser más visibles que las ganancias.

Veamos un caso: un grupo de mexicanos llega a Estados Unidos dispuesto a recoger fruta por salarios inferiores a los que perciben los trabajadores locales.

Como resultado, el precio de la fruta caerá ligeramente y todos podrán comprarla por menos dinero. Pero algunos estadounidenses perderán su empleo.

El beneficio de una fruta más barata estará muy repartido y será tan pequeño que apenas se notará. Pero el coste de que algunos estadounidenses se queden desempleados producirá gran malestar.

Los impuestos y el gasto público deberían poder modificarse para compensar a los perjudicados. Pero esto no suele suceder.

En cambio, la lógica económica de la inmigración resulta más convincente cuando no involucra el cruce de fronteras.

En la década de los 80, Reino Unido sufrió una recesión que afectaba a algunas regiones más que a otras. El ministro Norman Tebbit sugirió con desatino que los desocupados "se montaran en sus bicicletas" para buscar trabajo.

¿Cuánto mejoraría el rendimiento económico global si cualquiera pudiera montarse en su bicicleta para ir a trabajar a cualquier lugar? Según los cálculos de algunos economistas, se duplicaría.

Más riqueza sin pasaportes

Esto significaría que nuestro mundo sería hoy mucho más rico si los pasaportes hubieran desaparecido a principios del siglo XX. La razón por la que no lo hicieron es simple: la Primera Guerra Mundial.

Las preocupaciones por la seguridad prevalecieron sobre la facilidad de viaje. Los gobiernos impusieron nuevos y estrictos controles sobre los desplazamientos y, una vez alcanzada la paz, se negaron a renunciar a esta nueva fuente de poder.

En 1920, la recién formada Liga de las Naciones convocó una "Conferencia Internacional sobre Pasaportes, Aduanas, Formalidades y Pases Fronterizos". De este evento salió el pasaporte tal y como lo conocemos.

Se estipuló que, desde 1921, los pasaportes midieran 15,5 x 10,5 centímetros, tuvieran 32 páginas, se ataran a una cartulina e incluyeran una foto. Este formato ha cambiado muy poco desde entonces.

Igual que John Gadsby, quien cuente con un pasaporte del color correcto, debe estar muy agradecido.


Este artículo es una adaptación de la serie de la BBC "50 cosas que hicieron la economía moderna". Abajo encontrarás otros episodios de la serie.

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