En el lenguaje de la ciencia moderna todavía se mantienen los rastros de la influencia árabe.

Considera términos científicos como álgebra, algoritmo, álcalis; todos comparten una misma raíz.

No habría matemática moderna o física sin álgebra. No hay computadoras sin algoritmos ni química sin álcalis.

Estas palabras están en el centro del quehacer de la ciencia y su origen es árabe.

Son indicios del gran salto en el conocimiento científico que tuvo lugar en Bagdad, Damasco, El Cairo y Córdoba entre el siglo IX y el XII.

Globalización

Hace poco más de mil años, la ciencia se estaba volviendo mucho más global.

Las ideas viajaban desde países tan distantes como Grecia, India e incluso China, y se fecundaban por fertilización cruzada.

Y en el centro del mundo conocido estaba un lugar donde la más amplia gama de pueblos e ideas convergían: Bagdad.

Era una ciudad nueva, fundada en 762 d.C. por el califa Al-Mansur con el objetivo de convertirla en la gloriosa capital de un nuevo imperio unido por el islam, la religión en ascenso de la época.

Los califas abasíes habían reclamado su derecho a gobernar al declarar que estaban directamente relacionados con el profeta Mahoma, que había fundado la nueva religión más de 100 años antes.

Y en ese corto tiempo, los ejércitos del islam habían conquistado un vasto territorio.

Partiendo de una pequeña área alrededor de Medina (en la actual Arabia Saudita), se extendieron rápidamente fuera de la península Arábiga y en unas pocas décadas se habían apoderado del Levante, el Norte de África, España y Persia.

Las razones de la ciencia

A principios del siglo VIII, los califas islámicos que gobernaban ese vasto territorio entendieron -como la mayoría de los emperadores exitosos, desde César hasta Napoleón- que el poder político y el conocimiento científico van de la mano.

Las razones fueron muchas; algunas muy prácticas.

El conocimiento médico podía salvar vidas. La tecnología militar podía ganar guerras. Las matemáticas podían ayudar a lidiar con las crecientes complejidades de las finanzas del estado.

El islam como religión también jugó un papel fundamental. El propio profeta les había dicho a los creyentes que buscaran conocimiento donde pudieran encontrarlo, incluso si tenían que ir hasta China.

Pero había otros motivos menos edificantes en juego.

Para muchos en la elite gobernante del Imperio islámico, el conocimiento en sí mismo tenía un propósito egoísta, pues poseerlo era visto como una prueba de la superioridad del nuevo imperio sobre el resto del mundo.

La torre de Babel

No obstante, había un problema.

Con el éxito militar y político, los califas islámicos se enfrentaron a un inconveniente inevitable: ¿cómo se gobierna sensatamente una población enormemente diversa?

Aunque parte del imperio se había convertido al islam, los pueblos conquistados estaban separados por grandes distancias y se adherían a muchas tradiciones e idiomas diferentes.

En el siglo VIII d.C., el líder del imperio, el califa Abdul Malik, tuvo que encontrar la forma de administrar esta mezcolanza de idiomas.

Su solución fue arrolladora en escala e, inadvertidamente, sentó las bases de un renacimiento científico.

Para controlar el caos burocrático, Abdul Malik decidió que no se podía gobernar toda esta extensión de tierra con una torre de Babel.

Quería gobernarlo con un lenguaje uniforme, que debía ser uno que él pudiera entender, por lo que exigió que fuera el árabe.

Por amor al saber

Las consecuencias para la ciencia fueron inmediatas.

Los académicos de diferentes países, que anteriormente no tenían forma de comunicarse, ahora tenían un lenguaje común.

Los calígrafos del Corán se aseguraron de que el lenguaje fuera más fácil de leer agregándole puntos a ciertas letras y muchas líneas serpenteantes que cambiaran el sonido de las vocales.

El lenguaje especialmente desarrollado para ser preciso e inequívoco resultó ideal para términos científicos y técnicos.

Así académicos de diferentes partes del mundo pudierontener discusiones, a menudo muy feroces, unos con otros.

Claro que los académicos no están motivados solo por el amor al conocimiento.

Por amor al dinero

La élite gobernante del imperio islámico invirtió grandes sumas en el ambicioso proyecto, que se conoce como "El movimiento de la traducción".

La tarea era buscar en las bibliotecas del mundo manuscritos científicos y filosóficos en cualquier idioma y llevarlos al imperio y traducirlos al árabe.

El esfuerzo que los eruditos pusieron en encontrar textos antiguos fue asombroso. Y una razón clave era que llevarle un libro al califa para que lo agregara a su biblioteca podía ser extremadamente lucrativo.

No hay nada como un gran fajo de dinero en efectivo para enfocar la mente.

La historia cuenta que el califa al-Ma'mun estaba tan obsesionado que enviaba a sus mensajeros a recorrer tierras lejanas, solo para conseguir libros que no poseía.

A quien le trajera un libro que no tenía, le pagaba su peso en oro.

Podían obtener hasta 500 dinares de oro al mes -unos US$25.000-, una gran suma de dinero.

Además, era una actividad muy prestigiosa, motivada por una preocupación práctica apremiante, una que hoy en día rara vez se nos cruzaría por la mente.

Recuerdos de Alejandría

En la memoria de muchos en el imperio estaba fresca la historia de la destrucción de la biblioteca de Alejandría siglos antes, y la sorprendente pérdida de miles de años de conocimiento acumulado.

Una de las cosas que tendemos a olvidar, porque vivimos en una era de almacenamiento de información masiva y comunicación más o menos perfecta, es la posibilidad siempre presente de pérdida total.

Sin embargo, los eruditos islámicos sabían muy bien que las escrituras podían ser olvidadas, enterradas, quemadas o destruidas, que las ciudades mismas podían morir.

Lo que sucedió en Bagdad, El Cairo o Samarkanda fue precisamente la reunión y la traducción, el análisis, la acumulación, el almacenamiento y la preservación de material que estaban muy conscientes que podría perderse para siempre.

Nada como Bagdad

Bagdad llegó a ser una ciudad tan culta y vibrante que un viajero de la época escribió: "No hay nadie más sabio que sus eruditos, más convincente que sus teólogos, más poético que sus poetas o más imprudente que sus libertinos".

Estaba llena de cortesanos y de nuevos ricos que intentaban abrirse camino en la corte de abasí, donde se valoraba la innovación.

En el corazón de la vida intelectual de la ciudad había un sistema llamado majlis. La palabra "majlis" podría traducirse como "asamblea".

Pero en el siglo IX en Bagdad significaba que la élite gobernante -el Califa, sus cortesanos, los generales y la aristocracia- celebraba reuniones periódicas durante las cuales los intelectuales más destacados de la ciudad -como filósofos, teólogos, astrónomos y magos- se reunían para discutir y debatir sus ideas.

No se esperaba que se adhirieran a una línea particular o adoptaran una religión específica. Se les permitía expresar sus propios puntos de vista y sentimientos con mucha libertad.

Lo que sí era indispensable era que lo hicieran en árabe elegante y con un buen razonamiento lógico.

Torbellino embriagador

El efecto de los majlis fue crear una embriagadora mezcla de dinero e inteligencia, en la que las mejores mentes del imperio intercambiaban ideas mientras simultáneamente participaban en una feroz competencia por el mecenazgo.

De ese torbellino intelectual surgieron ramas de matemáticas, avances en medicina, progresos fundamentales para la química y muchas más ideas que fueron producto de una fórmula mágica: toma ideas brillantes de cualquier lugar, combínalas y reálzalas.

Y es que la verdadera historia de lo sucedido a la ciencia en el mundo islámico durante esos siglos habla de mucho más que de un solo descubrimiento; se trata de la verdad universal de la ciencia misma.

El principal gran logro de los científicos islámicos medievales fue demostrar que la ciencia no es islámica, ni hindú, ni helenística, ni judía, ni budista, ni cristiana.

No puede ser reclamada por ninguna cultura en particular.

Antes, la ciencia estaba dispersa por todo el mundo. Lo que hicieron los eruditos de la Edad de Oro del islam fue reconstruir ese rompecabezas científico gigante, absorbiendo el conocimiento que se había originado mucho más allá de las fronteras de su propio imperio.

Esta gran síntesis produjo no solo ciencia nueva, sino que mostró que la ciencia trasciende las fronteras políticas y las afiliaciones religiosas, que es un cuerpo de conocimiento que beneficia a toda la humanidad.

Y esa es una idea que sigue siendo tan relevante e inspiradora hoy como lo ha sido siempre.

 

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