El curioso caso de la bola de humo carbólico se desarrolló entre la niebla arremolinada del Londres victoriano, en medio de un laberinto de medicinas sin control que ofrecían curas para casi todo y bajo la amenaza de una terrorífica enfermedad.

Se trataba de la gripe rusa, llamada así porque el primer caso se registró en diciembre de 1889 en San Petersburgo.

Fue la primera pandemia en ocurrir en un mundo altamente conectado: en ese momento, los 19 países europeos más grandes, incluido Rusia, tenían 202.887 kilómetros de vías férreas y los viajes transatlánticos en barco tomaban menos de seis días.

En cuestión de apenas 4 meses ya era global, y alcanzó su punto máximo en Estados Unidos solo 70 días después de hacerlo en San Petersburgo.

Al final, el total de muertes fue de al menos un millón de personas.

No es de extrañar que la gente estuviera dispuesta a aferrarse a cualquier cosa que ofrecía esperanzas de curar o, incluso mejor, prevenir cualquier enfermedad de ese estilo.

Y muchas prometían hacerlo, pero ninguna con la misma seguridad como la que mostraba la Carbolic Smoke Ball Company o, en español, la Compañía de la bola de humo carbólica.

La empresa había inventado un artilugio -la "bola de humo carbólica"- que, según decía, inmunizaba a quien inhalase sus emanaciones frente a cualquier enfermedad respiratoria infectocontagiosa.

Consistía en una pelota de goma, llena de ácido carbólico en polvo. Al apretar la pelota, enviaba un soplo de humo ácido por un tubo insertado en la nariz. La idea era que la nariz moqueara para que expulsara el resfrío.

Pero, en medio de tanta oferta de remedios, ¿por qué éste se distinguió?

La respuesta está en este anuncio:

Cura o efectivo

La compañía fabricante del artilugio lo publicitó en el la gaceta Pall Mallofreciendo una recompensa de £100 a cualquiera que, tras usarlo correctamente, contrajera "la creciente epidemia de influenza, gripe o cualquier enfermedad causada por el frío".

El anuncio decía además que habían depositado £1.000 en el banco Alliance en Regent Street para mostrar "su sinceridad".

Además de resaltar su bajo precio, las promesas iban acompañadas de testimonios de una gran cantidad de aristócratas y clérigos, el equivalente victoriano del respaldo de las celebridades de hoy.

Todo parecía muy convincente, tanto que una de las personas que vio el aviso, la señora Louisa Elizabeth Carlill, compró la ¡bola de humo carbólica y empezó a usarla siguiendo al pie de la letra las indicaciones: la usó tres veces al día durante casi dos meses.

No obstante, poco después contrajo la gripe, así que le reclamó a la compañía el dinero prometido.

Los fabricantes ignoraron dos cartas de su esposo, que era abogado. Finalmente respondieron a una tercera misiva diciendo que, si se usaba correctamente, tenían total confianza en su producto.

Señalaban además que, en cualquier caso, "para protegerse contra un reclamo fraudulento", exigían que la señora Carlill asistiera a sus oficinas todos los días e hiciera uso de la bola bajo la supervisión de la secretaria.

Fue entonces cuando la señora Carlill decidió interponer una demanda, alegando que había un contrato entre ella y la compañía.

Aunque la empresa negó que fuera cierto, el tribunal falló a favor de la demandante.

¿Contrato?

La empresa y su propietario, Frederick Roe, apelaron. Plantearon casi todas las razones imaginables por las que no era posible que hubiera un contrato entre ellos y la señora Carlill.

Entre los argumentos se distinguieron dos:

En primer lugar, dijeron que el anuncio era"'exageración publicitaria" -una figura que se refiere a casos como las propagandas de pasta de dientes modernas que dicen cosas como que "deja los dientes más blancos que el blanco".

Afirmaciones de este tipo no tienen ninguna consecuencia legal pues se asume que el público comprende que son frases absurdas.

Para la empresa, el haber dicho que si después de usar su producto alguien se enfermaba le iban a pagar £100 era obviamente solo un decir.

No obstante, los jueces consideraron que el hecho de que la compañía hubiera anunciado que había depositado £1.000 para demostrar que hablaba en serio, impedía que alegaran "exageración publicitaria".

En segundo lugar, la defensa alegó que no se podía considerar como una oferta pues se la habían hecho a todo el mundo.

Nuevamente la corte no estuvo de acuerdo: se puede hacer una oferta al mundo en general, que resulta en contratos solamente con quienes cumplan las condiciones de ésta.

En otras palabras, los jueces determinaron que la oferta era clara y para un grupo; se podía considerar que cualquiera que cumpliera los términos la aceptó.

Ni siquiera era necesario que quienes aceptaran la oferta declararan que lo habían hecho.

Uno de los jueces, Lord Bowen, lo expresó de la siguiente manera:

"Si le anuncio al mundo que mi perro está perdido, y que cualquiera que lo traiga de vuelta a un lugar en particular recibirá una recompensa, ¿he de esperar que todos los policías u otras personas que se ocupan de encontrar perros perdidos me escriban una nota diciendo que han aceptado mi propuesta?"

Nuevamente, los jueces respaldaron a la demandante y su triunfo ayudó significativamente a definir la relación entre las empresas, sus productos y sus clientes.

Al decidir por unanimidad a favor de la señora Carlill, los tribunales ingleses sentaron un precedente con respecto a los contratos unilaterales que continuó informando las doctrinas legales de oferta y aceptación, consideración, tergiversación y apuestas.

Sin embargo, no fue hasta el escándalo del fármaco talidomida -que provocó miles de nacimientos de bebés afectados de focomelia cuando se comercializó entre los años 1957 y 1963- que se produjo una clara mejora estatutaria en los derechos del consumidor, con la Ley de Medicamentos de 1968 y la Ley de Descripciones Comerciales ese mismo año.

¿Qué pasó con los protagonistas?

Tras el juicio, uno podría pensar que la empresa de la bola de humo carbólica habría quebrado, pues miles de las personas que habían comprado el aparato tenían el derecho de reclamar £100 por cabeza.

Pero esto no sucedió en absoluto.

Roe formó una nueva compañía y rápidamente publicó un nuevo anuncio en el diario Illustrated London News, aprovechando astutamente su derrota en la corte en su beneficio.

Empieza describiendo el anuncio anterior y luego dice:

"Muchas miles de bolas de humo carbólico se vendieron en estos anuncios, pero solo tres personas reclamaron la recompensa de £100, lo que demuestra de manera concluyente que este remedio invaluable evitará y curará las enfermedades mencionadas".

"CARBOLIC SMOKE BALL COMPANY LTD. ahora ofrece £200 de recompensa a la persona que compre una bola de humo carbólico y luego contraiga cualquiera de las siguientes enfermedades...".

En la letra pequeña, esta vez, había algunas condiciones restrictivas.

Respecto a la propia bola de humo carbólico, ya desde entonces habían pruebas de que su uso en realidad volvía a las personas más vulnerables a la gripe (el ácido carbólico se puso en el registro de venenos en 1900).

¿Y qué fue de la señora Carlill que puso en marcha la campaña por los derechos del consumidor?

Murió en 1942 a la edad de 96 años. Es evidente que su avanzada edad contribuyó a su muerte. Pero en el certificado de defunción, solo aparece una causa declarada: influenza.

 

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