"Quiero ser heterosexual y por eso estoy aquí".

Cerré los ojos y apreté los puños. Aunque estábamos sentados cara a cara, evité la mirada del terapeuta.

Pero me concentré intensamente en sus palabras: "Entonces, ¿tu madre trabajó, dices?".

Asentí.

Luego siguió: "Debes sentirte tensa con los hombres. ¿Por qué?"

Apreté los dientes y me quedé en silencio.

Siempre me aterrorizaba, antes de cada sesión, mientras subía nerviosa las escaleras hacia su oficina que alguien pudiera verme y darse cuenta de por qué estaba allí.

Nunca me relajé del todo, mi espalda estaba rígida y mi cuerpo tenso todo el tiempo.

Me pidió que describiera cómo me sentía cuando veía a una chica que me gustaba en el gimnasio.

"Tenía mariposas en el estómago", le dije.

Asintió y luego comenzó a pedirme que analizara por qué tenía esa sensación de ansiedad.

Quizás mi incapacidad para sentirme atraída por los hombres se debió a que en realidad me preocupaba que no les gustara, sugirió.

Suspiré. Ya no sabía lo que sentía, excepto que estaba adormecida y atrapada.

No, esto no era un mal sueño. Estaba en medio de la terapia de conversión gay que dominaría mi vida cuando tenía veintitantos y que me marcaría para siempre.

Entonces, estaba convencida de que tenía que ser heterosexual para ser feliz.

Como judía ortodoxa moderna, estaba desesperada por llevar lo que pensé que era una vida "normal": casarme con un "buen hombre judío", tener una familia y ser aceptada por mi comunidad religiosa.

Mientras que muchos judíos liberales aceptan la homosexualidad en la actualidad, algunos judíos ortodoxos aún se oponen a ella porque está prohibido por las enseñanzas religiosas.

Sentada allí, en la oficina del terapeuta, traté a regañadientes de comprometerme con su petición de llegar a la raíz del problema.

De manera ingenua, pensé que el dolor de analizar mi infancia y a mis padres valía la pena porque, creía, iba a atravesar todo ese proceso para convertirme en una mujer heterosexual.

Eso era todo lo que quería entonces.

A pesar de los avances del movimiento LGBTQ+ que hemos visto durante las últimas cinco décadas, la terapia de conversión gay, una práctica pseudocientífica que intenta cambiar la orientación sexual o reducir la atracción sexual hacia otras personas del mismo sexo, todavía se lleva a cabo en muchos países.

Reino Unido está estudiando su prohibición después de un informe publicado en internet el año pasado.

Estaba basado en una encuesta anónima de personas LGBTQ+ llevada a cabo en el país de julio a octubre de 2017.

Recibió más de 108.000 respuestas.

Una de sus principales conclusiones es que el 2% de las personas que respondieron a la encuesta dijeron que se habían sometido a una terapia de conversión en un intento de "curarse", y que a otro 5% se le había ofrecido.

De los que dijeron que habían recibido terapia de conversión, más de la mitad (51%) la habían recibido a través de un grupo religioso, mientras que el 19% dijo que se la recomendó un profesional de la salud.

Aunque crecí en Londres en una familia de mente abierta, no conocía a nadie que se identificara como gay, lesbiana o bisexual.

A los 11 años, le dije a mi madre que me gustaba una chica de mi edad que conocía.

Pero me dijo que a muchas gente les gusta personas del mismo sexo cuando atraviesan la pubertad y que yo era demasiado joven para saber qué me gustaba.

No volvimos a hablar de eso durante años.

En mi primer año de universidad, en 2010, intenté de nuevo hablar con mis padres sobre mi sexualidad, pero no fue fácil. Tenía todos estos sentimientos contenidos dentro de mí y necesitaba sacarlo.

Cuando empecé la universidad, me lancé a la vida estudiantil e intenté poner esos pensamientos sobre mi sexualidad en el fondo de mi mente.

Me involucré con uno de los grupos judíos y, al final de mi primer año, me inscribí en uno de sus viajes de verano a Israel.

El viaje duró dos semanas y el chico con el que estaba saliendo en ese momento también vino.

Una noche me emborraché mucho y le conté a uno de los adultos del viaje que él en realidad no me atraía y que en cambio, admití, me gustaban las chicas.

A la mañana siguiente, me desperté con pánico.

Estaba aterrorizada con la idea de que la persona a la que se lo había confesado todo se lo contara a alguien, pero cuando hablé con él más tarde, prometió guardar mi secreto.

Me sentí aliviada de que no estuviera juzgándome. Después del viaje, comencé a tener reuniones con él, ya que él era la única persona en la que había confiado.

Lloré mucho, pero me sentí bien al abrirme finalmente.

Le dije que deseaba poder ser sincera y que mi vida fuera menos confusa.

Durante una de nuestras conversaciones, dijo que había una manera de encontrar la "felicidad": que alguien a quien conocía en Israel podía ayudarme con una terapia de conversión gay.

El plan era que dejara un año mis estudios y presentara mi solicitud para vivir en Israel en una escuela religiosa.

Estaba emocionada y nerviosa al mismo tiempo. Era un paso drástico, pero estaba decidida a intentarlo todo.

Estaba desesperada por encontrar una manera de sentirme mejor.

Mis padres se ofrecieron a cubrir el costo de US$1.300 aproximadamente porque sabían que estaba sufriendo internamente y solo querían ayudar.

Ninguno de nosotros conocía a nadie que hubiera pasado por este tipo de terapia y no teníamos idea del daño que podía hacer.

En Israel, a partir de 2019, los médicos pueden ser expulsados de la Asociación Médica del país si llevan a cabo terapias de este tipo.

La organización lo prohibió a principios de este año, pero para entonces yo ya había pasado por mi propia experiencia.

Mi terapia duró 18 meses. Continué por video chat cuando regresé a Reino Unido.

Uno de los métodos que me costó hacer, y que encontré francamente siniestro, fue la regresión a vidas pasadas, una forma controvertida de hipnoterapia que supuestamente te permite acceder a recuerdos de tus vidas anteriores.

En mi caso, estábamos buscando un pecado que supuestamente había cometido en una vida pasada y que me había "vuelto gay".

Me hicieron cerrar los ojos y me preguntaron qué podía ver. Traté de decir que no estaba funcionando, pero me decían que intentara nuevamente.

Al final, me di por vencida y les dije que había sido dueña de una granja y que había intentado matar a alguien, aunque, por supuesto, me inventé todo esto.

Mirando hacia atrás, sé que suena loco, pero solo quería que aquello acabara.

Otro proceso desagradable por el que pasé fue la desensibilización y el reprocesamiento por movimientos oculares (EMDR).

Todavía es relativamente nuevo y los científicos no están muy seguros de cómo funciona, pero parece que reduce los síntomas del trastorno de estrés postraumático en algunas personas.

En mi caso, me pidieron que pensara en cosas que me asustaban o que no me parecían atractivas, como tener relaciones sexuales con un hombre, mientras hacía que mis ojos siguieran la pluma del terapeuta de lado a lado.

La idea era deshacerme de cualquier sentimiento negativo que tuviera hacia el sexo directo, pero, obviamente, no funcionó e imaginarme a mí misma en esas situaciones realmente fue un desastre.

Cuando regresé a Londres, estaba claro que estaba emocionalmente en un lugar muy oscuro.

Me sentía cada vez peor, no veía ningún cambio en mi sexualidad y eso es lo que me hizo pensar que las cosas habían ido demasiado lejos.

En un momento de desesperación, le pedí al terapeuta una prueba de que su terapia había funcionado con alguien.

Me puso en contacto con una mujer en Israel que había estado haciendo la terapia de conversión durante seis años pero todavía no podía besar o tener relaciones sexuales con un chico.

Escuchar su historia me hizo darme cuenta de que ya no quería vivir mi vida como una mentira.

Que no quería estar sin amor ni sin sexo y que tenía que poner fin a esto.

Ahora, seis años después, estoy mucho más contenta con quién soy, aunque me resulta difícil confiar en las personas y tiendo a sobreanalizar las cosas en las relaciones.

Pero saqué algo muy positivo de todo esto: mis padres ahora son mi mayor respaldo.

Mi padre, desconcertado por la culpa de lo que me provocó la terapia, fue el primero en decirme que parara e intentara ver cómo iban las cosas en un entorno gay.

Tener su apoyo me dio la fuerza para seguir adelante con mi vida.

Hoy en día, mis padres organizan cenas de orgullo gay en Shabbat, ayudan a otros padres de niños gay y actualmente están tratando de encontrarme pareja preguntándoles a todos sus conocidos, incluidos los rabinos, si conocen alguna lesbiana agradable.

Creo que muchas personas LGBTQ+ religiosas luchan por encontrar un lugar donde puedan sentirse plenamente aceptadas.

En un contexto religioso se les puede decir que su sexualidad es inaceptable y en el mundo gay su fe puede ser vista como inoportuna.

Hasta que se resuelva este rompecabezas, los jóvenes LGBTQ+ asustados sentirán que tienen que elegir entre la religión y su verdadera identidad.

Durante años, las palabras del terapeuta me persiguieron.

Me costó dejar de escuchar su voz en mi mente. Pero ahora finalmente he llegado a aceptar quién soy y estoy mucho más feliz por eso.

Publicidad