Decir “ya estoy satisfecho” no siempre significa que el cuerpo realmente haya cerrado la puerta a seguir comiendo. De hecho, aceptar un postre después de una comida abundante es una conducta común que tiene una base científica y va mucho más allá de la simple tentación.
Así lo explica Michelle Spear, profesora de Anatomía de la Universidad de Bristol, en un análisis publicado por The Conversation, donde sostiene que esta sensación de contar con un “espacio extra” para lo dulce surge de la interacción entre el funcionamiento del estómago, la respuesta del cerebro y los aprendizajes culturales.
Desde el plano fisiológico, el estómago posee una notable capacidad de adaptación. Al iniciar la ingesta, se activa un mecanismo denominado “acomodación gástrica”, que permite que el órgano se expanda sin generar una sensación inmediata de saturación. Esto contradice la idea de que el estómago se llena como un recipiente rígido.
Además, los postres suelen presentar características que facilitan su digestión. Texturas suaves y un alto contenido de azúcares hacen que alimentos como el helado o los pasteles impliquen un esfuerzo digestivo menor que platos principales cargados de grasas o proteínas, lo que refuerza la percepción de que “aún cabe un poco más”.
No obstante, el rol decisivo lo cumple el cerebro. Spear señala que, junto al hambre física, existe el llamado “hambre hedónica”, impulsada por el deseo de placer. Los sabores dulces activan con fuerza los circuitos de recompensa, asociados a la dopamina, disminuyendo temporalmente la sensación de saciedad.
Otro elemento relevante es el desfase hormonal. Las señales químicas que consolidan la sensación de estar lleno, como la colecistoquinina o el GLP-1, requieren entre 20 y 40 minutos para manifestarse plenamente. En ese intervalo, el sistema de recompensa suele imponerse a la regulación fisiológica, ante esto, muchos nutricionistas recomiendan aprender a identificar señales de hambre y saciedad mediante el mindfulness o atención plena, lo que implica escuchar a tu cuerpo sin mayores distracciones, lo que ayuda a notar sensaciones físicas de que te encuentras satisfecho como menor interés en la comida, comer más lento y tomar descansos, e incluso eructos o gases.
A esto se suma la saciedad sensorial: cuando se repite un mismo sabor o textura, el estímulo pierde atractivo. Introducir un alimento distinto, especialmente dulce o frío, renueva el interés del cerebro y reactiva la respuesta placentera, incluso cuando el organismo ya no necesita energía.
Por último pero no menos importante, la cultura también pesa. El postre ocupa un lugar simbólico como cierre de la comida y está asociado a momentos de celebración, afecto y recompensa. Esa carga emocional contribuye a que, aun sin hambre real, el deseo por algo dulce siga apareciendo al final de la mesa.