Mensaje de Pascua de Resurrección del arzobispo de Santiago Fernando Chomalí



El arzobispo de Santiago, cardenal Fernando Chomalí, dio su mensaje con motivo de Pascua de Resurrección.
En su intervención, el prelado reflexionó sobre el sentido profundo de esta celebración católica, subrayando su relevancia como un tiempo propicio para renovar la esperanza, fortalecer los vínculos de fraternidad y promover una convivencia basada en el respeto, la justicia y la solidaridad.
Su mensaje se enmarca en un contexto social y cultural desafiante, invitando a una mirada renovada sobre el papel de los valores cristianos en la vida pública.
Revisa su mensaje a continuación:
Queridos hermanos y hermanas,
¡Muy feliz Pascua de Resurrección!
En este tiempo pascual, me permito compartir esta reflexión con todos los fieles de la Arquidiócesis de Santiago y con todas las personas de buena voluntad. Invito especialmente a aquellos católicos que, por distintos motivos, se sienten desencantados, a que den una nueva oportunidad a la celebración comunitaria de la fe en Jesucristo.
Confío en que este mensaje avive su esperanza en el futuro, los fortalezca en la fe y en la caridad, y les ayude a redescubrir la belleza que existe en “este tesoro que llevamos en vasijas de barro” (2 Cor 4,7).
Quisiera también que se renueve en ustedes el anhelo de misericordia y perdón, que nos trae este año Jubilar convocado por el Papa Francisco, y que constituye un verdadero soplo de esperanza para nuestras vidas en medio de tantas situaciones complejas que enfrentamos diariamente. Les expreso mi profunda gratitud por sus vidas, por sus desvelos para sacar adelante a sus familias y por el arduo trabajo que realizan cada día.
Agradezco también a los sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas que animan nuestras comunidades y sirven a los más necesitados. Confío de corazón que el Resucitado les ayude a vivir con mayor profundidad la fe recibida, a sentir cada vez más intensamente la alegría que proviene del Señor y a asumir con renovado ardor tanto la vida cristiana como los desafíos de la evangelización. ¿Qué haríamos sin ustedes? ¿Qué sería Chile sin la inmensa obra pastoral, educativa y social que llevan adelante?
La belleza de creer y celebrar al Señor
Las celebraciones litúrgicas del tiempo pascual conmueven profundamente a quien se deja tocar por el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. En estos momentos se respira la misericordia de Dios, el amor a la Iglesia y la alegría de creer. Una experiencia que se ha visto enriquecida con las preciosas celebraciones que hemos compartido con ocasión de este año jubilar.
La Semana Santa comienza con el Domingo de Ramos, día en que llenos de alegría, aclamamos a Jesús como Señor de nuestras vidas y lo honramos con ramos y palmas.
Es conmovedor ver cómo la liturgia nos une con todos los rincones del mundo y de nuestro país, porque compartimos la fe en un solo Padre, un único Dios y Señor. De norte a sur, de oriente a occidente, millones de personas besan con amor y devoción la cruz durante el Viernes Santo, renovando un sentimiento de humildad y de compasión hacia quienes sufren. ¿Existe alguna experiencia de mayor cohesión social y de amistad que la que nos ofrece el Señor en estas celebraciones?
En medio del ruido de ciudades cada vez más deshumanizadas, el sagrado silencio del Sábado Santo inunda el alma con una sutil pero inquebrantable confianza en Dios, quien prometió estar con nosotros hasta el fin de los tiempos.
El silencio se rompe con el canto del pregón pascual cuyo signo visible es la luz del Cirio Pascual que, en la Vigilia, a imagen de Cristo, se va propagando, venciendo la oscuridad de la noche. Él venció el poder del mal y de la injusticia con la fuerza del amor ilimitado del Padre.
Al admirar el misterio de la Resurrección de Cristo, recemos con fe por todas las experiencias oscuras de nuestras vidas para que la luz de Cristo las ilumine, sane y salve. ¡Qué maravilla contemplar al Señor y descubrir cómo, al contacto con Él, nuestra vida se transforma y se abre a un horizonte de esperanza! ¿Qué sería de nuestras vidas sin la experiencia del amor de Dios que nos trae cada año estas celebraciones?
Jesucristo más vivo y presente que nunca
He querido recordar estos momentos vividos en la sagrada liturgia porque el «Misterio de Cristo crucificado, sepultado y resucitado», como los padres denominaban al Triduo Pascual1, no debe contemplarse solo como un hecho del pasado. Como bien sabemos, es un acontecimiento que trasciende los límites del tiempo y su celebración nos permite sumergirnos en él, de tal modo que celebrarlo se convierte para nosotros en una fuente inagotable de vida2.
¡Todos queremos vivir, y vivir en plenitud! Todos deseamos ser felices. Unidos al Señor, vencedor de la muerte, en estos días hemos podido presentir cómo también en el devenir de nuestra propia vida, como familia o como sociedad, es posible que de la muerte brote vida, de la tristeza surja alegría, de la desesperanza nazca esperanza y del odio florezca el amor. Hemos podido tomar conciencia de que vale la pena diseñar el camino de la propia vida con la confianza puesta en el amor de Dios, cuyo poder es invencible.
En efecto, Cristo ha resucitado, ¡y su muerte nos ha dado vida! Y dará vida a todo lo que parece inerte, iluminará todo lo que parece oscuro como la noche, y ofrecerá esperanza a todo lo que parece fatalmente concluido y fracasado. Necesitamos creer en su amor con más fuerza e intensidad.
La misa dominical es fuente de vida
Conmemorar estos días santos nos abre a la Pascua del Señor de manera permanente, en particular con la celebración de la Eucaristía dominical donde los cristianos nos reunimos para introducirnos en ese dinamismo vital que nos sumerge en el amor de Dios y experimentar así la renovación de todo lo que somos. Dicho de otra manera, vamos permitiendo que la muerte y la resurrección del Señor se vaya haciendo carne en nuestra vida cotidiana, experimentando la acción renovadora del Espíritu Santo y viendo en cada cosa que hacemos, por pequeña que sea, las puertas abiertas de la eternidad.
Es hermoso saber cómo en cada parroquia, capilla, movimiento o colegio, y en tantos lugares del mundo, se escucha la Palabra de Dios y se genera un vínculo en la fe con los demás creyentes del mundo, en un espíritu de auténtica fraternidad. Nuestra fe y su celebración es una experiencia personal que se vive con los demás y para los demás, impidiendo que el individualismo imperante cruce las fronteras de la fe e inunde la Iglesia.
Es la fe de las primeras comunidades cristianas, narrada por san Lucas, donde los primeros discípulos «partían el pan en sus casas, y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón» (Hch 2,46). Como sabemos, «partir el pan» o la «fracción del pan» fue el primer nombre que los cristianos le dieron a la celebración de la Eucaristía. No la vivían como un ritualismo vacío, sino como un encuentro con el Señor muerto y resucitado. Al igual que a esa primera comunidad, a nosotros nos devuelve a lo esencial de la vida cristiana, pues nos hace reconocer con asombro la grandeza de su sacrificio transformador, en el que un poco de pan y de vino sobre el altar se convierten –por la acción del Espíritu Santo– en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. A esa grandeza estamos invitados cada domingo.
¿Cómo impactaría nuestra vida y la de los demás, si al igual que los discípulos que celebraban el poder transformador de la resurrección, diéramos testimonio de nuestra fe y esperanza? Cada uno de nosotros está llamado, con nuestras palabras, gestos, actitudes y acciones, a irradiar la alegría del resucitado. Ese es el camino para que todos experimenten el gozo de creer y de servir a los hermanos.
La Eucaristía, prioridad en la vida y en la pastoral
Cuidemos la celebración dominical para que la eucaristía se transforme en un verdadero espacio de encuentro familiar y comunitario, que testimonie una Iglesia viva en cada capilla, parroquia y comunidad.
Los invito a que cultivemos con esmero el estudio de su significado y su trasmisión en la catequesis; procuremos desarrollar el arte de la celebración para que los signos de la liturgia expresen diáfanamente la belleza de una obra tan grande. Ello nos permitirá vislumbrar el germen del mundo nuevo que estamos llamados a construir, pues, como han dicho los santos padres, en ella «la Iglesia aprende a ofrecerse a sí misma»4, es decir, aprende a vivir para Dios y para los demás.
De la eucaristía surge naturalmente la acción social de la Iglesia, pues las primeras comunidades siempre estuvieron atentas a las necesidades de los extranjeros, las viudas y los huérfanos. Seremos creíbles ante el mundo en la medida en que nos ocupemos de los más necesitados de la sociedad. La fe y las obras van de la mano, como lo dice tan claramente el apóstol Santiago: «La fe, si no tiene obras, está realmente muerta» (Sant 2, 17). Dicho con las palabras de san Óscar Romero: «una religión de misa dominical, pero de semanas injustas, no agrada al Señor. Una religión de mucho rezo, pero con hipocresía en el corazón, no es cristiana»
Soy consciente de que, en la sociedad actual, urgida por la eficiencia de los procesos y sus resultados, no se suele admitir con facilidad el valor del domingo como día de fiesta, de descanso y de contemplación de la obra de Dios. Sin embargo, afortunadamente ya no es raro encontrar visiones más agudas y certeras que nos alertan, incluso desde las ciencias sociales y las humanidades, sobre el daño que haríamos a la sociedad si, reduciéndolo todo al bienestar económico, nos olvidáramos de la fiesta y de su trascendencia divina.
Será la Misa dominical el lugar donde encontraremos las respuestas más profundas a las inquietudes de nuestras vidas, porque allí está presente Jesús, «luz del mundo», «camino, verdad y vida» (cf. Jn 8,12; 14,6).
Pongo en las manos de cada bautizado, cada familia, cada agente pastoral diocesano, sacerdotes y diáconos, esta invitación, que espero se realice con creatividad y amor a la Iglesia. ¡Urge entre nosotros una renovada «Pastoral del Domingo»! Estoy convencido de que ella podrá contribuir decididamente a la construcción de una sociedad que brillará por el respeto mutuo, la solidaridad y la unidad entre todos nosotros.
Conclusión
Queridos amigos, nadie ignora que estamos viviendo tiempos de cambios profundos que no resultan fáciles de reconocer, asimilar y menos aún cambiar. Esa realidad es fuente de inquietud y desesperanza para muchas personas. Pero quiero recordarles que nosotros creemos firmemente en la presencia del Señor en medio de nosotros. Él nos aseguró: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20). Y su presencia nos acompañará «hasta el fin de los tiempos» (cf. Mt 28,20).
¿No habrá llegado entonces la hora de acrecentar nuestra fe con mayor intensidad y vivir más confiados en la providencia divina, sin dejarnos llevar por lo pasajero o la moda de turno?
Hace algún tiempo el Papa Francisco nos interpeló con estas preguntas: «¿Qué tipo de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan, a los niños que están creciendo? ¿Para qué pasamos por este mundo? ¿Para qué vinimos a esta vida? ¿Para qué trabajamos y luchamos?»
Deseo profundamente que esas preguntas nos acompañen en nuestro caminar, como familia y como comunidad. Confío en que nos ayudarán a discernir el mejor camino por donde queremos llevar nuestras vidas de cara al futuro y actuar en consecuencia.
Recordemos siempre que una vida enraizada en el Señor y profundamente eucarística nos proporcionará el gran motivo para seguir adelante y traerá frutos que están a la altura de nuestra vocación como cristianos y que corresponden a la dignidad de la vida humana.
Me despido de ustedes invocando a la Madre del Señor, en quien vemos realizado en plenitud todo el ideal de la Iglesia: amor, servicio, esperanza y misericordia de Dios. Que ella nos enseñe cada día a vivir del Señor resucitado e interceda por nosotros para ser capaces de darlo a conocer a quienes tienen tanta hambre y sed de Dios como de justicia y de paz.
Por último, en este tiempo pascual intensifiquemos nuestra oración por la salud del Papa Francisco para que se recupere pronto y continúe guiándonos como sucesor de Pedro y Vicario de Cristo.