Cuando Robert De Niro interpretó a Al Capone en Los Intocables, de Brian de Palma, debió subir de peso y sacarse el pelo para quedar calvo. Debía enfrentarse al Elliot Ness de Kevin Costner y para recrear la época de los gangsters y la Ley Seca, se utilizaron los salones del Hotel Blackstone, que fue en realidad uno de los sitios preferidos del mafioso en Chicago. Allí se refugiaba de tanto en tanto y, por supuesto, le gustaba la barbería, que aseguran en el Renaissance - la empresa que lo remodeló- mantiene las paredes originales ahora transformada en salón.

Verdad o mentira, la historia funciona, porque así se construyen los mitos. En la película, Capone mata a uno de sus secuaces con un palo de béisbol, lo que seguramente nunca pasó en la realidad, pero sirvió para que conociéramos -mucho antes de Pizzi, el reemplazante de Vidal y la tarde libre de los jugadores en la ciudad- un hotel donde hoy duermen nuestros sueños futboleros.

Hubo una época en que el crimen y la sangre también asolaban a Colombia. Muchos jugadores de su selección tienen historias tristes vinculadas a la época de los carteles y el narcotráfico, porque era –al igual que Chicago en los años 30- imposible sustraerse a la violencia.

James Rodríguez, la principal figura de los cafeteros, por ejemplo, viene de familia futbolera. Su padre se llama Wilson James –lo apodaban Cachetes-  y fue seleccionado juvenil. Jugó el Mundial del 85 en la Unión Soviética y luego hizo discreta carrera en el Independiente de Medellín, Cúcuta y el Tolima. Se retiró el 92' para dejar paso a su hermano Arley, quien murió asesinado a manos de las FARC el 95', para robarle la moto en que había trasladado a un amigo herido al hospital. El patriarca de la familia, Aureliano (sí, un guiño a García Márquez) casi se muere de pena, y respiró aliviado cuando su nieto James se fue a Europa a militar en el Real Madrid.

Rodríguez es un tipo sencillo y como todos los colombianos se cansó de la violencia sin sentido que le dio tantas penas y mala fama a su país durante años. Y que vinculó irremediablemente al fútbol con los carteles en 1994, cuando jugaron como favoritos el Mundial y se fueron tristes, amenazados y confundidos de vuelta a la patria para ver cómo asesinaban a Andrés Escobar, el defensor que anotó en puerta propia.

Es la violencia, en distintas manifestaciones. Que construye famas y leyendas. Que es inevitable y dolorosa. Que está en todos lados.

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