Dos señoras que pasan los 70 años amarran con alambres un cartel artesanal a la reja de entrada del círculo infantil (guardería) "Zapaticos de Rosa" en la calle 11 del barrio del Vedado, en la capital cubana.

El cartel, que antes fue un pedazo de cartón de la caja de una lavadora marca LG, dice en letras de molde coloreadas a crayola roja y en mayúsculas: HOMENAJE A FIDEL.

La imagen muestra a un Castro serio, que empuña una banderita cubana y que mira a lo lejos.

Es una fotografía que las dos señoras han recortado meticulosamente de una de las páginas del periódico Granma, el diario oficial del Partido Comunista, y que debajo deja leer: Fidel es Fidel.

Carteles similares están colgados por todo el vecindario: en cada edificio, en cada columna, en los postes eléctricos, en verjas y en la bodega estatal; pues en la intersección de las calles 11 entre 10 y 12 en el Vedado, habita un antiguo puesto de mando militar de Fidel Castro y una de sus residencias reconocidas.

La idea es invitar al vecindario a participar en un acto conmemorativo organizado por el Consejo de Estado en vísperas del primer aniversario de la muerte de Castro.

365 días después de su deceso, en Cuba poco o casi nada ha cambiado. Pero la vida en este vecindario se volvió diferente.

La garita militar

Antes de la muerte de Fidel Castro, la calle era una especie de fortín militar.

Estaba custodiada las 24 horas del día por garitas ubicadas en las dos entradas principales y en dos de los costados, con hombres uniformados de verdeolivo que llevaban ajustado a un ancho cinturón una pistola Makarov de cañón corto, una tonfa (bastón policial) y un spray. Del torso les colgaba una ametralladora AKM de tiro rápido.

La misión de los soldados era, además de proteger la residencia, inspeccionar y valorar el acceso a la unidad militar o a las pocas casas particulares -pertenecientes a miembros de las Fuerzas Armadas y al Ministerio del Interior- de cualquier persona ajena a la guarnición.

Dentro del recinto, para reforzar la custodia y mantener el orden, existían también otras postas con soldados que realizaban recorridos y velaban que nadie asomara las narices por la piscina techada donde Fidel en ocasiones relajaba tensiones, por el tabloncillo de madera donde jugaba baloncesto con el equipo nacional en las madrugadas y por la casa de Celia Sánchez, colaboradora antes de 1959 del Ejército Rebelde y luego secretaria del Consejo de Ministros.

En 2006, con la salida forzosa de Fidel del poder motivada por problemas de salud, tras gobernar la isla durante 47 años y entregarle el mando a su hermano Raúl Castro, la residencia de la calle 11 comenzó a experimentar nuevas sensaciones con la ausencia de su líder.

"Estuvo muchos años sin venir aquí, incluso mandaba su voto de las elecciones a través de un sobre sellado. No fue hasta el 2014 que volvió a venir, ya estaba encorvado y andaba en una silla de ruedas, fue impresionante verlo así. Fue la última vez que vino", cuenta Adalberto Gutiérrez, vecino de 69 años.

Incluso, con Castro fuera de la vida política del país, la guarnición se mantuvo en pie con todo su despliegue de seguridad.

No fue hasta pasados tres meses de la noche del 25 de noviembre de 2016 que la inmensa mayoría de las fuerzas y el arsenal de la unidad militar levantó su campamento.

Siempre va a ser su casa

"De lo que había a lo que hay, existe una gran diferencia", dice uno de los poquísimos guardias que se le ve caminar vestido de verde por los alrededores y que prefiere guardar su identidad.

La cuadra hoy parece otra. No está custodiada por soldados en sus esquinas ni se nota el ajetreo constante de los militares en el vecindario.

La presión latente de una aparición intempestiva de Fidel se esfumó y el ambiente del barrio es más pausado.

"Ahora tiene vida", dice la vecina Yusumi Alcántara de 34 años. "La gente sale y conversa en la escalera, los carros pueden pasar y la gente de otros lugares pueden caminar por aquí dentro. He visto quienes pasan mirándolo todo, con cara de susto, como si creyeran que esto es un museo", agrega.

"Antes era imposible llevar una vida normal con todo el andamiaje que había. No teníamos privacidad ni decisión en nada porque cualquier cosa que hiciéramos, había que pedir permiso antes. Ahora es más fácil y mejor, pero nos sentimos raros. Al final, de algún modo éramos privilegiados por tener al presidente de Cuba cerca y por estar rodeado de militares que nos protegían", dice Rosa Miriam Ballester, una jubilada de 72 años, desde el portal de su casa.

En el muro del jardín de Rosa Miriam están sus dos nietos sentados: "Eso antes era imposible, mis nietos tenían que salir a jugar fuera del vecindario porque aquí dentro no podían jugar en la calle con sus amiguitos", dice Rosa Miriam.

A unos metros de su casa, en la acera contraria, hay un anuncio vial de hierro que dice: No pase, Zona militar. El cartel está pegado a una pared, solo, esquinado. Hace meses estaría en el centro de la calle.

"Que Fidel no está físicamente, es cierto, pero esta cuadra siempre va a ser su casa. Hoy está más presente que nunca", dice Antonio Abreu, vecino de 41 años.

Partidos de fútbol

El portón de metal de uno de los costados de la guarnición es de los pocos sitios que aún preserva la custodia, pero ahora casi siempre está abierto y se puede mirar hacia adentro.

El guardia que está de turno no lleva gorra puesta y está sentado sobre un viejo buró de madera.

Es un mulato fortachón pelado bien bajito y tiene el último botón de la camisa desabrochado.

Tiene la vista clavada en un smartphone y sus dedos no paran de teclear. Su rostro, en intervalos cortos de segundos, le sonríe a la pantalla.

A través del abierto portón se puede ver una pared con una frase de Ernesto Guevara: "Para alcanzar la cúspide de la vida hay que escalar los peldaños del sacrificio".

Cerca de allí, hay una puerta que da a un pasillo, dentro se encuentra el tabloncillo deportivo donde Fidel Castro practicaba deportes.

"Desde que Fidel dejó de venir, el rigor de la guarnición bajó. Ya no era tan estricto como antes. Los guardias en sus tiempos libres querían hacer deportes para entretenerse y me decían a mí que buscara a gente del barrio para jugar fútbol o baloncesto en el tabloncillo", dice Ariel Martínez, un adolescente que siempre ha vivido en el vecindario.

En las tardes, por la calle 10 y a un costado de uno de los patios laterales de la casa de Celia Sánchez, también se nota que la historia cambió.

Javier tiene 12 años y todos los días, sin excepción, sale a patear balones de fútbol junto a otros niños contra la entrada de un desusado almacén de mecánica perteneciente a la unidad militar.

"La reja es como si fuera una portería de verdad, de las grandes y por eso nos gusta jugar aquí", dice Javier, que lleva un short rojo del club alemán Bayer Munich.

Mientras Javier intenta imitar al brasileño Neymar pegándole a su balón descascarado, las madres recogen a sus bebés de la guardería y atraviesan la calle 11 en sus coches de rueditas o con los niños en brazos.

Un vendedor ambulante pasa arrastrando un tanque plástico azul y pregona a toda voz que vende tamales.

El hombre se detiene en plena calle, logra venderle un par a los vecinos, se limpia el sudor, mira a su costado y encuentra con la vista una foto de Fidel Castro y una enorme bandera cubana que cae de una de las ventanas del antiguo puesto de mando, prosigue con su andadura. El vecindario ya es otro.

**Este artículo fue publicado originalmente en el medio independiente cubano El Estornudo. BBC Mundo lo reproduce aquí con su autorización.

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