Es casi como un cliché, incluso trillado. Apenas ocurre un evento importante, la gente dice que nunca olvidará dónde estaban cuando se enteró de lo que ocurría.

Pero sospecho que casi todas las personas de todo el mundo que tengan más de 30 años recuerden dónde estaban cuando escucharon, y luego vieron en tiempo real, el desarrollo del ataque terrorista más audaz y terrible en los Estados Unidos.

En los últimos días, he estado hablando con personas que no solo recuerdan dónde estaban sino cómo sus vidas cambiaron.

Hablamos con Max Giaconne, quien tenía 10 años (y solo cuatro días en su nueva escuela) cuando la maestra le dijo que tenía que ir a la oficina del director. Allí estaba su madre llorando. Su padre trabajaba en el World Trade Center.

Ann Van Hine estaba conduciendo cuando escuchó en la radió sobre los ataques a las Torres Gemelas, y luego una orden llamando a todos los bomberos.

Supo en ese momento, con un terrible presentimiento, que su esposo correría hacia las Torres Gemelas cuando todos los demás intentaban escapar.

También hablé con Andy. Como Max, estaba en la escuela primaria, pero no como estudiante.

Andy Card era el jefe de gabinete del presidente Bush; y tuvo que interrumpir al comandante en jefe, quien le leía a los escolares, para decirle que un segundo avión se había estrellado contra las Torres Gemelas.

Sus comentarios fueron suscintos y breves: "Estados Unidos está bajo ataque", le dijo al presidente.

Recuerdo el día vívidamente.

Como corresponsal de la BBC en París, informaba sobre los intentos del Eurotunel de frenar el flujo de inmigrantes ilegales a través del canal de la Mancha (algunos temas siguen siendo obstinadamente familiares).

Conducíamos desde Lille hacia Calais para el noticiero de la noche cuando mi productor llamó para decir que necesitábamos encontrar un televisor, ya que algo increíble estaba ocurriendo en Nueva York.

Aquella tarde, mi camarógrafo y yo nos sentamos y editamos nuestro artículo para el noticiero. Pero fuimos incapaces de concentrarnos mientras veíamos en vivo el horror que se desataba al otro lado del Atántico.

Un motorizado fue a mi casa en París para recoger mi pasaporte y traérmelo a Calais. Quién sabía dónde terminaríamos después.

Algunas cosas sobre ese día, ese período, las recuerdo vívidamente. Recuerdo la poderosa sensación de claridad que le trajo a tantas personas.

Aunque la democracia en la que vivimos sea imperfecta con algunos políticos engañosos e intrigantes, ¿preferiríamos vivir en sociedades con libertad de expresión, debido proceso, estado de derecho, igualdad sexual, y elecciones y justas?

¿O estamos con aquellos que estrellarían aviones contra edificios, que apedrearían a homosexuales hasta la muerte, que le negarían una educación a las mujeres?

Quizás sea simplista, pero en un mundo que se compone de diferentes tonos de grises casi imperceptibles, esto parecía blanco y negro.

Pero la otra noche vi el impresionante reportaje de la BBC 9/11: Inside the president's war room ("11-S: en la sala de guerra del presidente") que, dicho sea de paso, muestra a Andy Card. Y de alguna forma, 20 años después, había olvivdado el caos, el pánico absouto, la incredulidad que envolvió a EE.UU. y su liderazgo.

Los gobernantes del país más rico del mundo y con la más temibe maquinaria militar estaban encogidos de miedo en los búnquers, sin saber lo que pasaría a continuación ni qué hacer, temerosos de que habría una segunda oleada de ataques.

Aunque es solo una parte de la historia. Junto a ella había una determinación férrea, un propósito de unidad. 20 años atrás, los estadounidenses se mantuvieron unidos; y la mayoría del mundo con EE.UU.

Esto fue ejemplificado vívidamente cuando la reina Isabel II rompió con el protocolo (algo no tomado a la ligeral en la familia real), ordenando a los Guardias de Coldstream tocar el himno de EE.UU. (Star spangled banner, "La bandera estrellada") durante la ceremonia del cambio de guardia.

Enredos estadounidenses

Había una determinación férrea: los eventos del 11 de septiembre serían vengados.

Se veían largas filas a las afueras de las puertas de las oficinas de reclutamiento del ejército. Demócratas y republicanos dejaron a un lado sus mezquinas disputas partidistas para enfocarse en el panorama general.

Y cuando George Bush se paró sobre los escombros de las Torres Gemelas con un megáfono de policía en la mano y dijo que había escuchado a los estadounidenses y que los perpetradores de ese crimen pronto escucharían de Estados Unidos; habló por la nación.

En unas semanas, se reunió una fuerza multinacional, con EE.UU. a la cabeza, para expulsar al Talibán (que había permitido que los líderes de al Qaeda que planearon los ataques establecer escuelas en el país) del poder.

Fue relativamente sencillo desde el punto de vista militar.

Me enviaron desde París para trasladarme al norte de Afganistán. Observé en las afueras de Kunduz mientras los bombarderos B52 realizaban incursiones diarias para desalojar a los talibanes de su último bastión restante en el norte.

Este sería el inidio de una serie de enredos estadounidenses.

Y una cosa que todos parecían compartir era la falta de éxito a largo plazo.

El "intervencionismo liberal" defendido tanto por el presidente Bush como por el primer ministro británico Tony Blair hizo que los talibanes fueran expulsados de Afganistán, y Saddam Hussein derrocado en Irak.

Pero lo que siguió se conoció como las "guerras para siempre", enredos desordenados donde la victoria (si eso es medido por una democracia que funcione sin problemas, siempre sangrienta, está fuera de alcance.

Cuando el presidente Obama llegó al poder, hubo un enfoque diferente.

En Libia, los estadounidenses apoyarían el derrocamiento del coronel Gadafi, pero a distancia.

Con la guerra civil siria, EE.UU. resopló y respoló, pero escogió quedarse por fuera.

En Egipto, EE.UU. apoyó el derrocamiento el presidente Mubarak. Pero cuando los egipcios eligieron a los Hermanos Musulmanes para el poder, los estadounidenses dejaron en claro su disgusto y los generales volvieron a entrar.

En otras palabras, los estadoundenses habían intentado una invasión, pero salió mal. Habían prolongado la "intervención ligera", pero tampoco resultó.

Quedarse al margen de un conflicto generó críticas y apoyar la expansión de la democracia solo funcionó si los votantes optaban por gobiernos amigos de Estados Unidos.

Es una historia bastante triste de intervención extranjera.

Las razones de la victoria de Donald Trump en 2016 (con su proclamación de "Estados Unidos primero") son variadas. Pero una de ellas fue ciertamente el creciente cansancio de los estadounidenses ante el costo de estos enredos militares.

Y este es el telón de fondo de las conmemoraciones que tienen lugar en Nueva York este fin de semana. 20 años atrás, los estadounidenses estaban unidos frente a la tragedia.

Hoy, con una relativa paz y considerable prosperidad, están amargamente divididos.

Así hasta 2021. Qué increíble que para conmemorar el 20 aniversario del 11-S, los talibanes hayan formado un nuevo gobierno.

La superpotencia preeminente parece estar sufriendo una crisis de confianza. Y una crisis de competencia por la forma de su retirada de Afganistán (ordenada por Joe Biden) y la debacle de Kabul.

Conocí a Ann Van Hine en Battery Park, en el extremo sur de Manhattan. Está consternada por lo mucho que los estadounidenses se han vuelto unos contra otros.

Ella cree que la unidad mostrada 20 años atrás es posible hoy otra vez. Mientras hablamos, me doy cuenta de que estamos mirando hacia el puerto de Nueva York, hacia la Estatua de la Libertad.

La "Dama de la Libertad" simboliza a Estados Unidos abriendo sus brazos al mundo.

Pero 20 años, EE.UU. se siente mucho más triste e introspectivo.

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