Marianne Bachmeier tuvo una vida compleja y difícil de entender. Nació el 3 de junio de 1950 en Sarstedt, Alemania, y su familia estaba compuesta por su padre, un confeso miembro del Partido Nacionalsocialista Alemán, además de militante de las famosas SS –escuadrones de protección– dirigidas por Heinrich Himmler, mano derecha del dictador Adolf Hitler, y una madre con quien mantuvo una relación afectiva bastante dilatada.

Durante su adolescencia, Marianne fue víctima de múltiples agresiones sexuales por parte de distintos hombres, al punto de que en varias de estas violaciones resultó embarazada. Su primer embarazo registrado fue cuando tenía 16 años, producto de un noviazgo que tenía en aquel entonces.

Esta situación no agradó en su hogar y sus padres la obligaron a entregar el bebé a un centro de adopción apenas nació. Marianne no recibió apoyo alguno, pues su novio y padre del niño se fue y nunca más apareció.

Luego, otro embarazo en una situación parecida tuvo el mismo desenlace: sus padres obligándola a entregar el bebé.

Hasta que finalmente, en 1973, nació Anna, quien sería para Marianne una oportunidad de salir adelante luego del tormento que había sufrido durante sus 23 años de vida.

Claro que los padres de la joven, es decir los abuelos de Anna, tuvieron la misma postura del pasado, obligando a su hija a dar en adopción a la bebé. Marianne, a diferencia de las ocasiones anteriores, desafió a sus progenitores y conservó a la recién nacida.

De esta manera la vida de Marianne giró en torno al bienestar de su hija, convirtiéndose en la madre que nunca pudo tener y sintiendo hacia otra persona lo que nadie sintió por ella.

Una dicha que, tristemente, terminaría más pronto de lo que ella esperaba.

El vecino, un hombre de temer

El 5 de mayo de 1980 la pequeña Anna, de siete años, no quería ir al colegio. A regañadientes, Marianne cedió al capricho de su hija y le permitió ir a jugar al parque con sus amigos.

Sin embargo, lo que la mujer no sabía era que su hija en realidad quería ir a la casa de Klaus Grabowski, un vecino que tenía una carnicería cercana a la casa de ambas y quien le había prometido a la niña que podía jugar con sus gatos.

A pesar de sus aparentes buenas intenciones, Grabowski era un hombre de temer. El vecino era en realidad un asesino pedófilo de carrera, quien ya tenía un arresto por la violación y asesinato de dos niñas. Por estos delitos fue sentenciado a la castración química en 1976, de la cual se recuperó gracias a una estricta dieta hormonal.

Según las autoridades alemanas, Grabowski le había dicho anteriormente a la pequeña Anna que podía jugar con sus mascotas si ella iba personalmente a su casa, algo a lo que la hija de Marianne, en su infantil inocencia, aceptó.

Apenas la niña tocó la puerta, el pedófilo la secuestró y la encerró en su casa, donde la violó en reiteradas ocasiones, según detalló el equipo alemán a cargo de la investigación, para luego estrangularla hasta la muerte.

Grabowski intentó eliminar todo rastro del crimen, llevando el cadáver de la niña a un canal donde pretendía enterrarla. Sin embargo, su inseguridad le pasó la cuenta y acabó confesándole el acto a su novia, quien lo denunció a la Policía. Todo esto mientras Marianne ya había reportado la desaparición de Anna y las autoridades seguían sin encontrar rastro alguno de la pequeña.

Con la denuncia, la Policía llegó hasta un bar donde Grabowski se encontraba bebiendo cerveza e inmediatamente lo trasladó a la comisaría para interrogarlo. Fue ahí donde, de manera voluntaria, el hombre confesó haber asesinado a la niña, aunque negó la violación.

El acta del interrogatorio reveló que el criminal aseguró ante las autoridades que Anna había intentado seducirlo, chantajeándolo con dinero a cambio de no decirle a su madre que él la había tocado de manera indebida.

La venganza

Una destrozada Marianne estaba dispuesta a hacer lo que fuera necesario para que Grabowski pagara con su vida el asesinato de su amada hija, una de las pocas cosas buenas que ella tuvo a lo largo de sus casi 30 años de vida. 

Durante un año la mujer se dedicó a prepararse para matar personalmente al violador y asesino de Anna, para lo cual incluso adquirió una pistola Beretta M1934, famosa en aquel entonces por ser el arma secundaria de los uniformados de las fuerzas armadas italianas durante la Segunda Guerra Mundial.

Marianne asistió a los juicios de Grabowski en completo silencio, analizando cada declaración de los testigos y del sospechoso. Hasta que un viernes 6 de marzo de 1981 la destrozada madre entró al juzgado con un abrigo de color blanco, escondiendo el arma que había comprado un año antes, evadiendo los filtros de seguridad del establecimiento judicial.

La mujer entró a la sala de audiencias, donde se encontraban el juez, el criminal sentado mirando hacia éste, los testigos, los abogados, algunos policías y varios fotógrafos.

Sin decir una sola palabra, la mujer se acercó al asesino de su hija, desenfundó la pistola y le disparó por la espalda en ocho ocasiones. Lo único que ella lamentó fue no haberle disparado en el rostro.

Grabowski, quien recibió siete de los ocho disparos –el octavo se zafó en el cargador– cayó inmediatamente al suelo, agonizante ante la mirada atónita de todos los presentes.

¿Asesina o justiciera?

Marianne fue arrestada en el acto y acusada por asesinato. En 1982, durante el juicio en su contra, dijo que le había disparado a Grabowski mientras se encontraba en “trance” por la muerte de su hija.

Sin embargo, apoyados por expertos en criminalística, las autoridades concluyeron que en realidad la madre había practicado con el arma durante un largo periodo, además de que era imposible de que todo no hubiera sido planificado.

El caso generó un debate en la opinión pública. Algunos manifestaban que la mujer debía ser absuelta de todos los cargos y salir en libertad, mientras que otros apuntaron al pasado de Marianne y a sus dos hijos biológicos dados en adopción, calificándola de irresponsable y que por esta razón debía ser condenada.

Finalmente, Marianne fue sentenciada a seis años de prisión, pese a que solo cumplió la mitad

Al salir contrajo matrimonio con un profesor coterráneo y se fue a vivir a Nigeria en 1990. Más adelante se divorciaría y se iría a vivir a Italia, para luego regresar a su país natal y pasar ahí sus últimos años de vida.

Marianne falleció en 1996, a los 46 años, y fue sepultada en el cementerio de Lübeck junto al mausoleo de su hija.

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