La vida de Carlos Castro es extraordinaria, aunque al mismo tiempo guarda similitudes con las de millones de inmigrantes en Estados Unidos.

Este salvadoreño de 64 años emigró a Estados Unidos en 1980 huyendo del conflicto armado en su país, que causó más de 75.000 muertes y desplazó a cientos de miles de personas.

Tras cruzar la frontera sin documentos, fue detenidoy deportado a El Salvador.

Decidió volver a intentarlo y, al cabo de unos 5 años, pudo legalizar su estatus migratorio y emprendió un negocio que actualmente genera ingresos de unos US$30 millones, según estimaciones de su compañía, Todos Supermarket.

"Castro está muy involucrado con la comunidad y su negocio ha clasificado varias veces en la lista de los 50 comercios fantásticos de la Cámara de Comercio del estado de Virginia", le dijo a BBC Mundo una vocera de la estadounidense National Grocers Association, conformada por más de 1.500 miembros del sector minorista y mayorista de la industria de distribución de alimentos.

La experiencia de Castro es excepcional si se compara con la realidad de los cientos de miles de migrantes provenientes de Centroamérica y México que son deportadoscada año o viven en Estados Unidos sin documentos legales.

El empresario compartió su historia con BBC Mundo.


Crecí en el suburbio de Mejicanos, en San Salvador. Nuestra casa estaba construida con bahareque y tablas de madera y los vecinos le llamaban "la casa de cartón". Pese a tener una niñez con bastantes limitaciones, era feliz.

Mi padre era constructor, pero lastimosamente padecía de alcoholismo y eso no le permitió surgir, aunque fue estricto y nos dio una buena educación. Mi madre era ama de casa, venía de una zona rural y nunca fue a la escuela, apenas aprendió a escribir su nombre.

En casa vivíamos 11 niños. La colonia tenía un río que la bordeaba con una montaña bonita y ahí nos la pasábamos, agarrando pescado con las manos o buscando monte para cocinar algo.

A los 12 años, después de pasar el sexto grado, empecé a trabajar en la construcción y a estudiar de noche.

Estudié ingeniería industrial y era técnico en una empresa americana.

Con los años, fui testigo de cómo la influencia de la izquierda penetraba en los sindicatos, que organizaban protestas.

Cada vez se ponía más peligroso, hasta que se convirtió en un conflicto armado. Vi muertos en las calles y en mi colonia hubo violencia y nos dispararon en una ocasión, pero gracias a Dios no nos pegaron.

Esa era la situación cuando alguien me ofreció ayuda para venir a Estados Unidos.

Con la mente a mil por hora, reflexioné sobre la situación que estábamos viviendo y consideré que lo más seguro era irme. Llegué a casa, le conté a mi madre y empezó a llorar y a advertirme de todos los problemas que tendría al dejar mi hogar.

Tenía 25 años cuando vine por primera vez a Estados Unidos, era el año 1980. Venía con un coyote, recibiendo órdenes.

Atravesamos el Río Grande por el lado de Texas y recuerdo que me caí en el lodo; sentía como que estaba salvando mi vida si llegaba al otro lado.

Pero más adelante nos paró la patrulla fronteriza y me deportaron después de pasar 45 días en un centro de detención de El Paso, Texas.

Cuando fuimos abordados por los agentes, me comí la foto del pasaporte y lo aventé en el vehículo. Quería que creyeran que era mexicano, pero no lo hicieron y al final el consulado de mi país intermedió para que me devolvieran allá.

En el centro de detención pagaban un dólar diario por trabajar, así que me puse a limpiar las oficinas de los funcionarios. A veces nos regalaban cosas que la gente donaba para los detenidos. Había una bodega con ropas bonitas, así que no solo me devolví con dólares, sino también con ropa para mis hermanos.

El retorno lo viví con mucha vergüenza. Lo primero que se me ocurrió fue pedirle a un amigo de mi padre US$1.000 a cambio de mi moto para volver a Estados Unidos. Me dijo que no me preocupara, que me daba el dinero porque sabía que se lo devolvería.

Me escondí durante una semana y volví a coger camino.

En el trayecto, apareció una señora buena que nos ayudó. Nos mandó a un coyote que nos entregó al otro lado, logramos llegar hasta Los Ángeles y de ahí partí a Washington D.C.

Mi primer trabajo fue lavando letrinas. Poco tiempo después, me subieron de rango a lavaplatos y después a ayudante de cocina, pero no aguanté el calor de los fogones y me tuve que ir.

Empecé a trabajar en una construcción y me aburría porque pasaba todo el día barriendo. Pero un día me ofrecieron un trabajo de demolición y se dieron cuenta de que sabía leer planos.

Mi esposa, que conocí a los 22 años, vino a EE.UU. dos años después que yo a trabajar como niñera. Fue por ella que conseguimos los documentos legales para quedarnos.

En el año 1986, finalmente el esfuerzo empezó a dar frutos. Compré mi primer carro nuevo, tuvimos una hija y nos otorgaron la residencia en el país.

Empezó a irme bien en el trabajo, llegué a tener un contrato de construcción por US$50.000, un montón de dinero para mí.

La idea de comenzar un negocio más grande surgió en la fiesta de una amiga en la ciudad de Woodbridge, Virginia. Me comentó que no había tienda de comida latina allí, solo una mexicana. "¿Por qué no ponés una?", me preguntó.

Me reí porque no tenía ni idea de cómo montar un supermercado. Pero más adelante, con otros amigos, hablábamos de hacer algo y la idea del supermercado me siguió gustando. Así que me decidí a hacerlo.

Para empezar, invertimos unos US$160.000 e hipotecamos nuestra casa dos veces.

Le llamamos "La Cuzcatleca", por Cuzcatlán, el nombre antiguo de El Salvador. Pero pronto me di cuenta de que creían que era solo una tienda de productos salvadoreños, cuando en realidad vendíamos de todo latino. Así que le cambiamos el nombre a "Todos".

Para el tercer año desde que lo abrimos, estábamos quebrados de fondos y cansados. Nuestro socio ya no quería ni invertir ni ayudar, y un hombre llegó un día con una oferta de compra.

Esa noche empecé a echar números. Me di cuenta de que estábamos generando ingresos, pero como el negocio iba creciendo tan rápido, todo el dinero había que reinvertirlo en productos y sueldos.

Al día siguiente, le dije al interesado que nos disculpara y que habíamos cambiado de parecer.

Logramos establecernos a los 5 años y a los 10 finalmente pude decir que me pagué un buen sueldo.

Hoy en día empleamos a unas 190 personas, tenemos dos tiendas en Virginia, y nuestra proyección de ingresos brutos este año es de US$30 millones.

El 95% de los empleados son latinos. He intentado reclutar a estadounidenses, pero he encontrado que no les atrae una empresa latina a menos que sea en negocios o tecnología.

La experiencia me ha mostrado que existe cierto prejuicio hacia el negocio de dueño hispano: que estará sucio o será desordenado y que acumulará deuda.

Pero un negocio latino no es un callejón sin salida. Podemos ser limpios, pagar impuestos y crecer con buenas prácticas, a medida que nos tecnificamos.

Ahora tenemos un personal muy bello que nos cuida y hace un buen trabajo. Eso permite que mi esposa y yo podamos viajar, muy a menudo con destino a El Salvador.

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