Es curioso pensar que hay tanto del mundo tal y como lo conocemos es una construcción tan reciente.

Lo esencial estaba ahí, por supuesto. Pero cuestiones artificiales como los países tardaron en tomar las formas a las que estamos acostumbrados.

Y no siempre en el orden esperado.

Para cuando la mayoría de los países del Nuevo Mundo ya estaban independizados, en el Viejo Mundo aún faltaban unos por definirse.

Alemania, por ejemplo, está celebrando (apenas) 150 años de nacimiento como nación unificada.

La proclamación tuvo lugar el 18 de enero de 1871, en el Palacio de Versalles de Francia.

¿Por qué en Versalles y no en Berlín?

Por gusto perverso: el palacio, recién capturado por las tropas de los estados alemanes en la guerra franco-prusiana de 1870-71, había sido construido por Luis XIV, quien era vilipendiado en los estados que serían alemanes por haber consolidado el dominio de Francia sobre Alsacia y sentado las bases para su anexión de Lorena.

Como asegurar esos territorios como una de las demandas clave de Alemania, la sede sirvió para humillar a los franceses, cuyo ejército seguía siendo la fuerza militar más poderosa del continente, pero había sufrido una serie de derrotas desastrosas a manos de la alianza alemana.

Aún más simbólicamente apreciado fue escoger para la ocasión el célebre Salón de los Espejos, con pinturas de Charles Le Brun en sus techos abovedados ensalzando victorias pasadas, como la de Luis XIV sobre el Rin.

Qué mejor lugar para leer la proclamación en la que Guillermo I, "por la gracia de Dios, rey de Prusia" anunciaba que los príncipes alemanes y las ciudades libres le habían hecho "un llamado unánime para renovar y asumir, con el restablecimiento del imperio alemán, la dignidad de emperador".

Un llamado que el monarca, decía el documento, aceptaba "con la esperanza de que se le conceda al pueblo alemán disfrutar, en paz duradera, de las recompensas de su ardua y heroica lucha, dentro de unas fronteras que le darán a la Patria esa seguridad que le ha faltado durante siglos frente a los renovados ataques franceses".

Así comenzó el Imperio Alemán, que unificó 26 estados alemanes, incluidos cuatro reinos, seis grandes ducados, cinco ducados, siete principados, tres ciudades hanseáticas libres y un territorio imperial, y que duró hasta el final de la Primera Guerra Mundial cuando se convirtió en una república.

Y hubo un estratega a quien se le acreditó la hazaña de tornar lo que durante siglos había sido un vacío de poder, un espacio siempre sujeto a rivalidades internas e interferencias externas, en una presencia sólida en el centro de Europa con una población de 41 millones de habitantes.

El príncipe Otto von Bismarck, uno de los estadistas más influyentes del siglo XIX.

El fundador

Quien es recordado como el fundador de la Alemania moderna llegó a la política por casualidad en 1847, cuando le pidieron que sustituyera a un miembro del parlamento prusiano que se había enfermado.

Hasta entonces, como el segundo hijo de una familia noble menor, había llevado una vida sin mucho propósito, en la que se había ganado el mote del "loco Bismarck" y una dudosa fama por sus imprudentes bromas y los duelos para defender su honor.

Pero cuando, a los 32 años de edad, entró al parlamento, todo cambió para siempre.

Entre las intrigas y maquinaciones del mundo político, encontró su vocación.

La combinación de las influencias de su abuelo, un secretario de gabinete, su madre, una mujer inteligente e ingeniosa, y su padre, un junker (aristócrata prusiano) incondicionalmente conservador, resultó ser ideal para el mundo político de ese momento y lugar.

Bismarck era un junker archiconservador con la mente maquiavélica de un político.

Rápidamente se hizo un nombre como partidario de Prusia y su rey, lo que le valió el puesto de enviado de Prusia a Fráncfort (1851), San Petersburgo (1859) y París (1862) antes de convertirse en ministro-presidente en 1862.

En esta posición, obtuvo el control casi total del curso político que tomaría el reino.

Lecciones aprendidas

Como ministro-presidente, Bismarck trató de poner cada vez más tierras de habla alemana bajo control prusiano.

Había nacido en 1815, cuando Napoleón estaba a punto de ser derrotado definitivamente por una coalición que incluía una fuerza colectiva alemana con muchos voluntarios entusiastas.

El resplandor de ese esfuerzo conjunto coloreó su infancia con historias de sangrientas guerras infundidas de heroísmo y sacrificio.

Y del éxito de esa lucha aprendió que los Estados se unían cuando se enfrentaban a enemigos extranjeros.

Lo otro que flotaba en el ambiente eran las aspiraciones nacionalistas que brotaron con la Revolución francesa.

Y, aunque lo habitual se ha vuelto asociar el nacionalismo con la derecha, en el siglo XIX era una fuerza de izquierda.

Para los liberales, en general citadinos, intelectuales y de clase media, la forma más expedita de abolir los gobiernos autoritarios era creando estados nacionales sin reyes y con parlamentos que se debieran al pueblo.

Si bien Von Bismarck estaba lejos de ser liberal y creía en el derecho divino de los reyes, intuyó que debía incorporar en su visión esas ideas.

Conquistando territorios

En 1862, el deseo del rey de Prusia reformar su ejército provocó una crisis pues el parlamento, que desde su creación en 1848 había sido dominio liberal, se oponía.

Von Bismarck se comprometió a lograr la reforma a pesar del parlamento y recaudar los impuestos necesarios aunque fuera por vías inconstitucionales. Y así fue.

Ese comportamiento poco democrático fue una apuesta que Von Bismarck ganó con la victoria en la primera de tres guerras deliberadas que libró para allanar con fuerza el camino a la unificación alemana: la guerra de los Ducados que enfrentó al Imperio austríaco y Prusia contra Dinamarca en 1864.

Como resultado del conflicto, los daneses tuvieron que ceder territorios que los austríacos y prusianos se dividieron, pero ninguno quedó satisfecho.

Sólo 18 meses más tarde, tras mover sus fichas en el tablero de ajedrez que era Europa, Von Bismarck provocó una guerra contra el aliado de la anterior, el Imperio austríaco, y se abonó otra victoria.

Tras anexar Hannover, Hesse-Kassel y Holstein, constituyó la Confederación Alemana del Norte.

El telegrama de Ems

Todo iba viento en popa pero faltaba solidificar lo conseguido y convencer a cuatro estados del sur para que formaran parte de esa nueva Alemania.

Bismarck tenía la fórmula para lo lograrlo: aprovechar el fervor patriótico que crean las guerras contra un enemigo extranjero e histórico... y había un odio que unificaba a todos los alemanes desde las guerras napoleónicas.

La tensión estaba a punto, sólo se requería una chispa para que todo estallara.

Fue entonces que España le ofreció su trono vacante al príncipe Leopoldo (un pariente de Guillermo I de Prusia), lo que hizo que Francia se sintiera amenazada.

Aunque la candidatura de Leopoldo fue retirada el 12 de julio, al día siguiente, el embajador francés en Prusia, el conde Vincent Benedetti, se acercó al rey Guillermo en el balneario de Ems para pedirle garantías de que ningún miembro de su familia volvería a ser candidato al trono español.

El rey rechazó cortésmente la demanda de Benedetti y la discusión terminó.A Bismarck le enviaron un telegrama describiendo el incidente.

Él lo editó, omitiendo las cortesías en la conversación entre el embajador y el rey, y haciendo que pareciera que cada uno había insultado al otro. La versión alterada de Bismarck fue publicada el 14 de julio.

Ofendida, Francia le declaró la guerra a Prusia 5 días después: el 19 de julio de 1870.

Los estados del sur de Alemania se alistaron en el bando de Prusia en la guerra y, tras la victoria, hicieron parte de la unificación de todos los estados alemanes (excepto Austria) en la Alemania moderna.

Punto seguido

Una vez proclamado el Imperio, Bismark asumió el cargo de canciller y lideró la nueva Alemania industrializada, logrando permanecer en el poder durante dos décadas más.

Su prestigio era enorme. En cuestión de seis años, había obtenido tres grandes victorias y había fundado el Reich.

Gracias a la constitución alemana, no tenía que preocuparse por complacer a la población; su cancillería había sido aprobada por Guillermo I, un emperador al que él manejaba a su gusto.

Sus políticas como canciller estuvieron dirigidas a mantener unido al Estado recién formado frente a las divisiones religiosas, políticas y sociales.

Uno de sus problemas, sin embargo, era la popularidad de los socialistas, que intentó en vano menguar por medio de leyes y medidas en su contra, hasta que se le ocurrió un método mejor: vencerlos utilizando las mismas herramientas que ellos.

Así, por ejemplo, se les adelantó creando el Krankenversicherungsgesetz o ley de seguro médico, el primer sistema de este tipo a nivel nacional del mundo.

Por otro lado, tejió una intrincada red de conexiones de política exterior en Europa que permitió que el nuevo Estado alemán se convirtiera en una entidad respetada en el continente.

Pero también era conocido por sus tácticas despiadadas, ignorando las instituciones democráticas, incursionando en la política sucia, con filtraciones a la prensa y sobornos a los periodistas.

Recurrió a medidas de represión de minorías como los católicos y a severos métodos para "germanizar" a los polacos, daneses y franceses que terminaron dentro de las nuevas fronteras.

Dejó el poder en 1890 y para cuando murió, ocho años más tarde, era un hombre amargado.

Sus sucesores habían permitido que el nuevo káiser alemán, Guillermo II, un gobernante torpe e inmaduro, dirigiera la política y las tensiones en Europa habían aumentado, amenazando con hundir a la recién formada Alemania.

Pero Bismarck había inspirado un culto que perduraría mucho después de su muerte.

Hay unos 10.000 lugares en el mundo con una referencia en su honor, desde estatuas y monumentos, hasta ciudades -Bismarck, Dakota del Norte, EE.UU.-, plazas -como la de Dar es-Salaam- y hasta montañas -la cordillera de Bismarck en Papúa Nueva Guinea- con su nombre.

Hasta el día de hoy, hay quienes lo siguen considerando un estadista brillante.

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