Si generalmente la historia se centra en los presidentes, generales y las versiones oficiales, la periodista rusa Svetlana Alexievich le dio una voz a las mujeres, niños, enfermos y olvidados, para pintar un retrato esencial de cómo vive verdaderamente la gente en medio de procesos históricos traumáticos o guerras. Por lo mismo, es la primera autora ganadora del Nobel de Literatura por textos de estilo periodístico.

Svetlana nació en lo que hoy es Ivano-Frankovsk, en Ucrania, hija de madre ucraniana y padre bieloruso. Su familia tenía una tradición de enseñanza como profesores; ella desde joven comenzó a escribir y publicar, al mismo tiempo que hacía clases. Tras estudiar periodismo se fue a Beresa, a trabajar en el periódico local, y luego se traslado a Minsk a trabajar en otro medio. Svetlana Alexievich quedó muy impactada con el estilo de escritura de un famoso autor bieloruso Ales Adamovich, que mezclaba pequeños pasajes de distintas entrevistas, para formar un collage de voces, en lo que se llamó novela colectiva, coro épico o otras denominaciones. La periodista quería acercase cada vez más a entregar la verdad de lo que se vivía en la Unión Soviética, donde el heroísmo de la guerra era lo que más se resaltaba en la historia oficial.

Svetlana Alexievich viajó por toda la Unión Soviética buscando a mujeres que habían peleado en la guerra; cuando ya habían caído muchos soldados hombres, se reclutó a mujeres, aunque nunca se discutía su aporte al conflicto, ni sus sufrimientos. “Antes, los únicos personajes femeninos en nuestra literatura de guerra era la enfermera que mejoraba la vida de un valiente teniente”, ha dicho ella. “Pero las mujeres estuvieron bajo la misma mugre de la guerra tanto como los hombres”. Le costó que las sobrevivientes contaran su historia y la verdad, pero finalmente logró escribir el libro, en base a testimonios corales, llamado “La guerra no tiene rostro de mujer”, en 1983. Costó dos años que fuera publicado, porque era visto casi como publicidad desertora del régimen soviético, alejándose de la historia oficial. Cuando llegó a imprenta, se convirtió en un éxito instantáneo y a Svetlana en un nombre conocido en su país; el libro también fue llevado a las tablas.

Siguiendo su estilo coral, Svetlana fue levantando velos de otros pasajes de la historia soviética, poniendo un micrófono a sus personajes olvidados o ignorados: en 1985 publicó “Últimos testigos: los niños de la Segunda Guerra Mundial”; en 1991 vino “Los muchachos de zinc: Voces soviéticas de la guerra en Afganistán”; o en 1997 “Voces de Chernóbil”. Su último libro publicado, en 2013, habla sobre cómo los rusos se adaptaron con dificultad a la vida tras el régimen soviético, terreno en que las promesas de Putin se transformaron en un cobijo.

Los libros de Svetlana pasaron décadas sin ser traducidos al inglés y el castellano; cuando ganó el Nobel de Literatura en 2015, solo el recuento de Chernóbi quizás se conseguía en occidente. Era una joya guardada en Minsk, donde vive, y donde es amada por quienes valoran sus testimonios, y repudiada por los líderes y quienes no quieren ver publicados los horrores de la guerra; pública opositora de Putin, estuvo fuera de Rusia en protesta por varios años, pero ahora ya vive en su país, donde no se le permite hacer presentaciones públicas. Hoy, la autora trabaja en un libro sobre el amor, y otro sobre envejecer.

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