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La últimas horas de Allende (Parte 1): llamadas frenéticas, temor y angustia en la madrugada de Tomás Moro

La últimas horas de Allende (Parte 1): llamadas frenéticas, temor y angustia en la madrugada de Tomás Moro
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Esta crónica —hecha a partir de libros como “El día que murió Allende” de Ignacio González Camus, “Golpe” de Ascanio Cavallo y Margarita Serrano, “La revolución inconclusa” de Joaquín Fermandois, “Salvador Allende” de Daniel Mansuy y “Allende”, de Eduardo Labarca, además de entrevistas a personajes que vivieron esa encrucijada— es la primera parte de una serie de tres capítulos ofrece un panorama sobre las últimas 24 horas del Presidente Allende en septiembre de 1973, que sacudieron al país.

Apagar el incendio. Esa tarde Santiago parecía una ciudad sitiada: se escuchaban ráfagas provenientes de francotiradores desde los edificios aledaños a La Moneda incendiada. La derrota del gobierno ya no admitía dudas, pero los últimos leales a Allende seguían disparando. Era un día nublado, un martes 11 de septiembre, el bombero Ramón Rodríguez, de la Quinta compañía, en la calle Nataniel Cox, se movía impaciente por ir a apagar el siniestro del palacio presidencial.

A las 3 pm les dieron el permiso para actuar. “Fue algo impactante, ver toda esa historia que representa el edificio quemada, destrozada. Y por supuesto la imagen del Presidente muerto. Todavía estaba vestido, aun no le hacían la autopsia. Era obvio que se trataba de un suicidio. Yo no era allendista, pero fue impresionante. Hasta hoy sigo viendo la imagen de La Moneda y de Allende cuando cierro los ojos. Encontramos el cadáver de Augusto Olivares, director de TVN, que también se mató. Fuimos 25 bomberos y estuvimos desde las 3 hasta la madrugada. No fue nada de fácil controlar el fuego. Es el incendio más importante y más peligroso que me ha tocado enfrentar”.

Casa de Allende. Quince horas antes, en la residencia presidencial de Tomás Moro, Salvador Allende escuchaba a su esposa que relataba detalles de un viaje a México. Había llegado junto a su hija Isabel el día anterior en la mañana. El Presidente fue a buscarlas al aeropuerto y no escondió su ánimo: la situación era muy difícil, les dijo. En el auto, el mandatario no habló casi nada más y se veía nervioso.

El día 10, en que Hortensia Bussi describe su viaje a México, la escuchan Joán Garcés, principal consejero del Presidente, el ministro del Interior Carlos Briones y el periodista Augusto Olvares. El encuentro se extiende por cinco horas. Allende tiene la mente en otra cosa. Y cuando por fin terminan de comer, pasan a los urgentes temas políticos.

Olivares ha sido informado por la Payita de tropas marchando hacia Santiago. Allende anuncia que tiene un acuerdo con el PC para llamar a un plebiscito sobre las áreas de la economía y que la DC apoyaría una reforma constitucional para hacer posible el referéndum. Siguen las informaciones sobre movimientos militares y Allende le pide a su minstro de Defensa, Orlando Letelier, que llame al general Herman Brady, quien responde con evasivas.

Pinochet. En la noche del lunes 10, el general ha ido a visitar a su hija Lucía en Los Dominicos, donde besa a sus nietos -dice ser un hombre de familia, que en su casa manda su mujer y que, fuera de ella, lo hace él- y conversa con Hernán García, su yerno, sobre la situación del país. Los dos comparten un diagnóstico terrible.  Le aconseja que busque combustible por si acaso. La esposa del militar, Lucía, se ha ido a Portillo junto a dos de sus hijos menores. Por razones de seguridad y también porque a Marco Antonio, de 16, y Jacqueline, de 15, les encanta la nieve.

Ya en su casa de Laura de Noves, recibe un llamado del general Brady, quien le pide que llame al Regimiento de Los Andes para que se devuelvan los camiones. Pinochet accede. La premura puede ser desastrosa y así lo han demostrado otros episodios militares.

Sospechas. El presidente dormía poco, unas cinco horas, pero esa madrugada del 11 lo hizo menos aún. Allende ha recibido bastante información sobre la asonada militar en ciernes pero sigue pensando en que una parte de las Fuerzas Armadas  y, sobre todo de Carabineros, podría apoyarlo. En el país reinan las sospechas y la lealtad vale muy poco. Nadie confía en nadie.

El quiebre militar en dos bandos es lo que más preocupa a Pinochet y lo que más ansía Allende. El general recuerda con alarma una noche avanzada de fines de agosto cuando lo llamó el Presidente. Eran las tres de la madrugada. En la casa del líder de la UP estaban Orlando Letelier, Fernando Flores, Eduardo “Coco” Paredes y Luis Corvalán, y el militar fue objeto de una especie de interrogatorio o test.

Pinochet pensó que habían descubierto sus actividades en la Academia de Guerra para actualizar el Plan de Seguridad Interior, un proceso que serviría posteriormente para ayudar a diseñar el golpe. Allende y Letelier conocían algo del plan, pero Pinochet estaba nervioso. También estaba el general Orlando Urbina, considerado un militar constitucionalista. Allende hizo un análisis de la situación del país. Urbina dijo que el gobierno debería buscar una salida. Pinochet se quedó prácticamente callado.

Los presentes concordaron que el ganador era este último como probable sucesor de Carlos Prats, quien estaba desacreditado por disparar a una mujer que le sacó la lengua en avenida Costanera desde un automóvil rojo el 27 de junio y había perdido el don de mando desde que un grupo de esposas de oficiales y generales fueron a protestar frente a su casa el 22 de agosto, lanzando graves insultos contra el comandante en jefe del Ejército. El Tanquetazo, el 29 de junio, donde derrotó un intento de golpe, con la ayuda de Pinochet, no fue suficiente para recuperar la estima de las tropas.

Cuando se fueron de Tomás Moro, Pinochet y Urbina, que habían sido compañeros en la Escuela Militar, compartieron un auto. Pinochet le preguntó directamente si sería el “general Rojo” en alusión al jefe español que permaneció leal a la República en 1936. “No. ¿Y tú?”, contestó Urbina. “Tampoco”, dijo Pinochet.

Se siente el golpe. Había un ambiente enrarecido, pre guerra civil para algunos, “un país desquiciado”, según la definición de Ascanio Cavallo y Margarita Serrano en su libro El Golpe. “El país vivía inmerso en una ola de terrorismo donde el poder popular, a través de los cordones industriales y los comandos comunales, hacía continuos llamados a aplastar el golpe y liquidar a los fascistas, mientras que Patria y Libertad buscaba por todos los medios acelerar el caos y facilitar el golpe de Estado. En el ojo del huracán estaban las FF.AA.”, dice Patricio Aylwin en su libro “La experiencia política de la Unidad Popular”.

Aylwin fue clave en el voto de la Cámara del 22 de agosto de 1973 que declaraba que el Gobierno había roto el Estado de derecho y el orden constitucional. Votaron a favor 81 diputados, incluyendo toda la DC y 47 en contra. El resultado fue visto como un apoyo a una posible intervención militar. Sin embargo, Aylwin señaló varias veces que no era tal. “Siempre he rechazado la idea de ser un llamado al golpe militar, como afirmó la UP, y como quería que así fuera la derecha, en un afán de hacernos cómplices de provocar la caída del Gobierno”, dice en su libro póstumo.

Los ultras. El discurso de Carlos Altamirano (PS) el 9 de septiembre en el Estadio Chile (hoy Víctor Jara) añadió combustible a la escena. Una de las personas más cercanas a Altamirano en esos días fue Julio Donoso, su hijastro. De hecho cuenta que él transcribió el famoso discurso.

“El 8 de septiembre en la noche, Carlos me pidió transcribir lo que quería decir en el Estadio Chile, en una máquina Olivetti. El tenor era bastante ultra, enérgico. El problema es que había dos posiciones en la izquierda diametralmente diferentes. Una era la posición reformista y la otra revolucionaria, esta última encabezada por Oscar Guillermo Garretón y por Miguel Enríquez. En el fondo avanzar sin transar”, recuerda Donoso.

Agrega: “En la casa donde yo vivía con mi madre y con Carlos, ya había una cierta resignación. El 9 en la mañana, acompañé a Altamirano en un Peugeot celeste al Estadio Chile. Entramos y lo taparon a pifias. En general, en la izquierda había una tendencia revolucionaria, mucho más fuerte que la socialdemócrata, que en ese tiempo casi no existía”.

Según el hoy fotógrafo y productor de premiados vinos, el error de Altamirano fue aludir a un hecho demasiado polémico: “Se me acusa de haber asistido a reuniones con marineros y suboficiales: la verdad es que concurrí a una reunión a la cual fui invitado para escuchar las denuncias de diez suboficiales y algunos marineros en contra de actos subversivos perpetrados presuntamente por oficiales de esa institución armada”, dijo el dirigente del PS. Unas semanas antes, Oscar Guillermo Garretón, Miguel Enríquez y Altamirano, habían sido acusados de reunirse con oficiales y suboficiales allendistas. Los marinos involucrados fueron detenidos, torturados y reconocieron su participación en dichos encuentros.

En sus memorias (“El Chicho Allende”), el ex secretario de prensa de Allende, Carlos Jorquera, sostiene que el mandatario hizo el siguiente comentario al escuchar por la radio el discurso de  Altamirano: “Este loco me está saboteando”.

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“No soy h… “. ¿Cuándo empezó todo esto? Es la pregunta que se hacen Cavallo y Serrano en su libro sobre el once. Y no hay una sola respuesta. Para empezar,  se dice que Richard Nixon, presidente de EEUU, el 4 de septiembre de 1970 golpeó la mesa al enterarse de la victoria de Allende y dijo “ese bastardo”. “Nixon ayudó a que el gobierno de Allende se viera rodeado de un aire enrarecido desde el comienzo”, dicen Cavallo y Serrano.

Otros sitúan el comienzo del fin de la UP en el gigantesco paro de octubre de 1972. Pero quizá una de las evidencias más potentes es el grave debilitamiento de la autoridad de Allende  sobre las Fuerzas Armadas y Carabineros. El 30 de junio, en una propuesta del almirante Patricio Carvajal, y con el beneplácito de los mandos, se formó el Comité de los 15, compuesto por cinco generales por cada rama de las FF.AA.

En la primera reunión Pinochet pidió no hablar de política, pero era inevitable. Las FF.AA. se habían convertido en fuerzas deliberativas. Hay varios ejemplos en que Allende fue desafiado por el alto mando.

El 17 de agosto el Presidente se reunió con Aylwin en la casa del cardenal Raúl Silva Henríquez. Allende mostró como trofeo un papel con la renuncia de César Ruiz Danyau a la comandancia de la FACH y también al puesto de ministro de Obras Públicas, en el cual duró ¡ocho días! Quería mantenerse en la FACH, pero Allende lo presionó para que saliera de ambos cargos hasta lograrlo. En todo caso, Ruiz siguió reuniéndose con oficiales e incluso un grupo se acuarteló porque decía que él era su comandante.

Reemplazarlo fue muy difícil. El Presidente le ofreció el mando a Gustavo Leigh, quien lo rechazó. “Nombre a un coronel, pues Presidente”, dijo saltándose las normas. Allende, enfurecido, lo miró fijamente. “Tengo 62 años. Y no soy huevón”.

Después le ofreció el cargo a Gabriel Van Schouwen. “No presidente, tengo apellido de mirista”. Se refería a su sobrino Bautista, uno de los principales líderes del MIR. Finalmente Allende debió nombrar a Leigh, con fama de los más duros de las FF.AA., algo que se comprobó en el golpe.

El plebiscito que no fue. Una de las complejidades que debía enfrentar Allende era llegar a acuerdos con la UP. El 8 se indignó al recibir una carta del comité político. Óscar Guillermo Garrteón (MAPU) participó en esas reuniones. “Se rechazaba la idea de conversar con el PDC sobre las áreas de la economía, se rechazaba el plebiscito, el gabinete militar y un voto de confianza el Presidente para decisiones urgentes”. Todo rechazado. Era casi el fin de la UP.

“Yo era partidario que fuéramos al plebiscito y para asegurar la unanimidad, porque tenía un voto, ofrecí retirarme de la sala si eso ayudaba a encontrar la fórmula para el Presidente Allende”, dice Garretón. “Lamentablemente el PS llegó tarde e insistió en el rechazo”.

Según el historiador Joaquín Fermandois, la “idea del plebiscito tiene poca o ninguna base… Pinochet recién el sábado 8 o domingo 9 se sumó a los conjurados”. Por eso le pidió a Allende que trasladara el plebisicito del 14 al 11, pero ese testimonio, que es de Pinochet, según Fermandois, no resulta creíble.

El peso de la noche. La sobremesa de Allende en Tomás Moro, una gran casa cuya idea original era que fuera para todos los presidentes de Chile, se intensificó en términos políticos cuando se fueron Hortensia Bussi y su hija. El país seguía siendo machista. Y cuando ellas partieron, comenzaron a comentar los preocupantes mensajes que llegaban. El teléfono no dejaba de sonar. Cada vez era más sombrío el panorama. El director de Investigaciones Alfredo Joignant llamó a Letelier y dijo: “La guarnición de Santiago está acuartelada y no sabemos por qué”. En los dirigentes de la UP reinaba la desinformación y la sorpresa.

Y eso que había señales. Por ejemplo Osvaldo Letelier, tres días antes, había conversado con Pinochet, quien según él le había dicho que muchos oficiales preferían 100 mil muertos ahora que un millón después. Era una frase desafiante, pero el ministro de Defensa la dejó pasar. Allende, por su parte, había dicho en sus círculos mas cercanos que se suicidaría si había un golpe, que sería una larga dictadura y que habría torturas. La idea del suicidio exasperaba a líderes como Carlos Altamirano, que consideraba que Allende tenía la obligación de encabezar la resistencia.

Esa madrugada del 11 de septiembre de 1973 en Tomás Moro, los ministros y dirigente políticos estaban impactados. Empezaban a circular el temor y la incertidumbre. Allende se veía tranquilo.

-Es el golpe, dijo finalmente el ministro del Interior Carlos Briones, expresando algo que nadie quería decir.

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