"Manténgase al menos a 200 metros de distancia de la estación de caza de ballenas, ya que está llena de asbesto y los techos podrían, literalmente, explotar", nos advierte Nate Small, el líder de la expedición, mientras salimos cautelosamente de nuestro viejo y lujoso Ford Zodiac y nos adentramos en la bahía Stromness, en las islas Georgia del Sur.

Camino con cuidado a través de la playa de guijarros grises, observando con recelo a los lobos marinos y a los adormilados elefantes marinos.

Sus gigantescos cuerpos emiten una serie de eructos, bramidos y sonidos retumbantes.

En el extremo más alejado de la bahía, situada en la ladera de una montaña y rodeada por un pantano, hay un grupo de edificios de hierro corrugado en ruinas, oxidados y en mal estado.

Les faltan partes del techo y de las paredes, y los que quedan en pie luchan contra las incesantes ráfagas de viento.

Es como si los hubiera azotado un desastre natural.

Me detengo en un letrero que reza "Asbesto - No pasar" y miro a través de la neblina, con las extremidades adormecidas por las temperaturas bajo cero.

Cuesta ahora imaginarse la estación como la comunidad próspera que fue.

Pero hace un siglo Stromness formaba parte de una industria altamente rentable y brutal que transformó las islas Georgia del Sur en la capital ballenera del Atlántico Sur.

Seb Coulthard, guía de expedición e historiador a bordo del Polar Latitudes, me cuenta cómo en 1916 Ernest Shackleton llegó a Stromness tras su épica escapada de 1.300 kilómetros desde la Isla Elefante, una de las islas Shetland del Sur, que se encuentran al norte de la península Antártica, después de que su barco quedara atrapado y fuese aplastado por el hielo.

Para el explorador polar, la estación ballenera representaba la civilización, pero hoy en día la naturaleza la está reclamando lentamente.

Los lobos marinos se refugian al lado de una cocina que funcionaba con grasa de ballena, los pingüinos emperador se pasean por los almacenes destruidos y las skuas (unas aves marinas agresivas de color marrón oscuro) se lavan en serpenteantes arroyos por donde una vez corría la sangre de decenas de miles de ballenas.

Escarpado, inhóspito y lleno de glaciares, montañas y fiordos, Georgia del Sur es uno de los lugares más remotos de la Tierra.

Este territorio británico de ultramar, ubicado en el Atlántico sur, está a unos 1.400 km de su vecino habitado más cercano, las islas Malvinas/Falklands, y solo es accesible por mar.

Como yo, la mayoría de las casi 18.000 personas que lo visitan cada año son personas que viajan en cruceros por la Antártida.

El origen de una industria sangrienta

La isla tiene una extensión de 3.755 kilómetros cuadrados, casi un tercio del tamaño de Puerto Rico, y aproximadamente la mitad de su territorio está cubierto por hielo (aunque, como resultado del cambio climático, sus glaciares se están retirando drásticamente).

A pesar de su aislamiento y su hostil entorno, Georgia del Sur fue una parte vital de la economía mundial.

Descubierta en 1675, James Cook reclamó esta deshabitada isla para Reino Unido en 1775. Sus relatos de abundantes poblaciones de focas despertaron el interés de los cazadores de Reino Unido y los Estados Unidos.

En poco más de un siglo, la caza dejó a los lobos marinos de Georgia del Sur al borde de la extinción. A principios de la década de 1900, la caza de focas ya no era económicamente viable, pero fue reemplazada rápidamente por una industria igualmente sangrienta.

El día después de mi visita a Stromness, pongo rumbo hacia el sur hasta llegar a la isla de King Edward Cove. Después de sortear vientos de más de 130km por hora, pequeños icebergs y montañas escarpadas, llego a la que fue la primera estación ballenera de Georgia del Sur, Grytviken.

Hoy es el sitio donde se encuentra el asentamiento principal de la isla, donde se instalan la mayoría de las entre 15 y 30 personas -principalmente científicos y funcionarios gubernamentales- que viven en Georgia del Sur en algún momento del año.

Después de presentar mis respetos a Shackleton, que está enterrado en el pequeño cementerio de Grytviken, el curador del museo local, Finlay Raffle, me lleva a la estación de ballenas, hoy en ruinas.

Caminamos por un paisaje industrial de torres, almacenes, centrales eléctricas, laberintos de tuberías interconectadas y enormes cocinas de grasa y huesos.

Todo está cubierto de óxido.

A lo largo de la costa se ven barcos y navíos abandonados que acabaron colocados en ángulos extraños tras ser escupidos por la marea.

En 1902, el explorador polar noruego Carl Anton Larsen se detuvo en estas islas y se encontró con un hermoso puerto natural.

Tras el descubrimiento de varias ollas que se usaban para derretir grasa y conseguir el aceite de las focas -usadas en expediciones anteriores y luego abandonadas allí-, el área se denominó Grytviken ("la cala de la olla" en noruego).

"Amarraron no muy lejos de donde está tu barco ahora", explica Raffle. "La única diferencia es que ellos, cuando observaron el agua, vieron cientos de ballenas solo en esta bahía".

Ante el declive de la industria ballenera en el hemisferio norte debido a la disminución de las poblaciones de ballenas, Larsen vio una oportunidad de negocio.

Regresó a Grytviken en noviembre de 1904 y estableció una estación de caza de ballenas, que prosperó rápidamente. En 1912 ya había seis estaciones balleneras más en Georgia del Sur, incluida Stromness.

Tras esquivar a un par de lobos marinos, que se mueven hábilmente entre la oxidada maquinaria, nos acercamos a un viejo cazador de ballenas.

Con su motor de vapor, su reforzado casco y su poderosa pistola para arpones, el barco ballenero 'Petrel' podía capturar hasta 14 ballenas en un solo viaje.

Una vez en Grytviken, subían a los animales a una rampa para quitarles la piel.

"Con toda la sangre y el aceite se resbalaba mucho, por lo que los hombres llevaban botas con clavos para tener buena sujeción", explica Raffle.

"Tenían un cuchillo para despellejar, un palo largo con una cuchilla afilada y curva que usaban para quitar la grasa".

Para hacer todo el proceso tardaban unos 20 minutos por ballena.

Al principio, los balleneros solo estaban interesados en la grasa, pero unas regulaciones posteriores los obligaron a usar la totalidad del cadáver del animal, cuenta Raffle, que señala unas cuchillas giratorias sangrientas y una cocina de grasa de 24 toneladas.

Aunque la carne y la harina de hueso se vendían como alimento para animales y fertilizante, la joya de la corona era el aceite de ballena.

"Los mejores aceites se usaban en productos alimenticios como la margarina y el helado", explica.

"El de segundo nivel se dedicaba a jabón y cosméticos, y el peor se usaba en procesos industriales".

El aceite de ballena también proporcionaba glicerol, usado en la fabricación de explosivos y en lubricantes de alta calidad para rifles, cronómetros y otros equipos militares. Como resultado, la demanda se disparó durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial.

En su apogeo, en Grytviken había 450 hombres, que trabajaban durante turnos de 12 horas, siete días a la semana, con unas temperaturas que podían bajar de los -10°C.

Larsen se dedicó también a cuidar sus necesidades espirituales, y construyó una impresionante iglesia neogótica. Pero, según Raffle, el pastor "era el hombre menos ocupado de toda la estación".

El cine, un campo de fútbol barrido por el viento y el salto de esquí -ahora solo quedan algunos trozos de madera rota sobresaliendo de una ladera- resultaron mucho más populares.

La tienda de la comunidad también proporcionaba distracciones. "El tabaco era el artículo más popular, pero los hombres también compraban mucha agua de colonia", cuenta Raffle.

"Larsen no permitía el alcohol, así que bebían colonia. Cualquier cosa para pasar el tiempo".

Raffle me deja en la casa del ex gerente, un edificio sencillo que se convirtió en el museo.

Los paneles de su interior contienen algunas cifras increíbles: en Georgia del Sur se procesaron 175.250 ballenas entre 1904 y 1965, cuando la industria se derrumbó debido a la caza excesiva y al desarrollo de la industria de productos petroquímicos.

Si consideramos la región antártica como un todo e incluimos los muchos barcos que procesaban ballenas a bordo, casi 1,5 millones de ballenas murieron entre 1904 y 1978, cuando la caza finalmente terminó.

Las poblaciones de ballenas aún no se han recuperado desde entonces.

La Comisión Ballenera Internacional (CBI) asegura que el número de ballenas azules del hemisferio sur cayó de los 200.000 ejemplares hasta unos "pocos miles". Las ballenas de aleta sufrieron un descenso similar.

Se estima que hay 60.000 ballenas jorobadas en el hemisferio sur, pero también es un número mucho más bajo que en la época anterior a la caza de ballenas.

En septiembre de 2018, los países favorables a la caza de ballenas rechazaron los planes de la CBI para construir un refugio para ballenas en el Atlántico sur.

Posteriormente, Japón anunció que reanudará la caza comercial de ballenas por primera vez en tres décadas, algo que provocó mucha indignación.

Un modelo de protección medioambiental

La situación de las ballenas es sin duda difícil, pero en otros aspectos Georgia del Sur se convirtió en un modelo de conservación inesperado.

En 2012 aquí se creó una de las reservas marinas más grandes del mundo, el Área Marina Protegida de Georgia del Sur y de las Islas Sandwich del Sur, para proteger más de un millón de kilómetros cuadrados de las aguas circundantes.

Además, la población de focas sí se recuperó. La isla ahora cuenta con un 98% de los lobos marinos antárticos del mundo y aproximadamente el 50% de sus elefantes marinos.

Georgia del Sur también tiene 30 millones de parejas de aves marinas en reproducción.

El año pasado, la isla fue declarada libre de roedores después de un programa pionero de erradicación que las autoridades esperan que permita que aves como los nativos pitpit y el pato piquidorado prosperen.

A pesar de la profusión de vida silvestre, fue el patrimonio ballenero de la isla lo que más se me graba en la mente cuando salgo de Grytviken.

"Cuando caminas entre estas estaciones, lo único que ves son estas calderas oxidadas, ollas de cocina y sierras para huesos", dice Coulthard. "Es una agridulce ironía en el sentido de que fue una industria terrible y brutal, pero la naturaleza se vengó de la misma manera al recuperarla. Es un recordatorio de que la naturaleza no necesita seres humanos; nosotros necesitamos la naturaleza".


 

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