Hace unos meses, un funcionario chino me preguntó si pensaba que las potencias extranjeras estaban fomentando los disturbios sociales de Hong Kong.

"Lograr que tanta gente salga a la calle seguro que requiere organización, una gran suma de dinero y recursos políticos", me dijo.

Desde entonces, las protestas que comenzaron en el caluroso verano de Hong Kong se han prolongado durante el otoño y el invierno.

Las marchas han continuado, intercaladas con batallas campales cada vez más violentas entre algunos grupos y la policía.

Hasta hace poco, las cifras que dejan estos enfrentamientos parecían imposibles para una de las principales capitales financieras del mundo y un bastión de estabilidad social.

Más de 6.000 arrestos, 16.000 rondas de gases lacrimógenos, 10.000 balas de goma.

A medida que la sensación de crisis política se profundiza y las divisiones se refuerzan, China ve detrás de esta situación la mano siniestra de la intromisión extranjera.

El "rinoceronte gris"

En enero, el líder político supremo de China, Xi Jinping, convocó una reunión de alto nivel del Partido Comunista centrada en la "prevención de riesgos mayores".

Le dijo a los altos funcionarios reunidos que estén en guardia contra los "cisnes negros", refiriéndose a los eventos impredecibles e invisibles que pueden hacer que un sistema se hunda en una crisis.

Pero también les advirtió sobre lo que llamó "rinocerontes grises", aludiendo a riesgos conocidos que se ignoran hasta que ya es demasiado tarde.

Los medios estatales de China se hacen eco de discusiones sobre problemas como burbujas inmobiliarias o la seguridad alimentaria, si bien Hong Kong no se menciona en absoluto.

Y pese a ello, ya se ha sembrado la semilla de lo que se ha convertido en el mayor desafío para el gobierno del Partido Comunista en una generación.

Unas semanas después de la reunión, el gobierno de Hong Kong, con el fuerte respaldo de Pekín, presentó un proyecto de ley que permitiría la extradición de sospechosos a China continental.

La oposición al proyecto de ley fue inmediata y generalizada, impulsada por el temor de que el sistema legal de China llegara a lo más profundo de Hong Kong.

A pesar de que se aseguró que la medida no incluiría "delitos políticos", muchos vieron el proyecto de ley como una violación del principio "un país, dos sistemas" bajo el cual se supone que debe ser gobernado el territorio de Hong Kong.

No solo los grupos de derechos humanos y los expertos legales expresaron alarma, también la comunidad empresarial, las corporaciones multinacionales y los gobiernos extranjeros, preocupados de que sus ciudadanos en Hong Kong también pudieran verse afectados por dicha ley.

Y así fue que comenzaron a escucharse los primeros reclamos de "intromisión extranjera".

El 9 de junio se produjo una manifestación masiva y abrumadoramente pacífica contra el proyecto de ley. Los organizadores estimaron la asistencia en más de un millón de personas.

Las acusaciones realizadas en persona por parte de funcionarios públicos, como el citado anteriormente, eran ecos de una narrativa recogida a conciencia por los medios controlados por el Partido Comunista de China se tomaban a conciencia.

La mañana después de la marcha un editorial en inglés del diario China Daily agitó el fantasma de la "interferencia".

"Desafortunadamente, algunos residentes de Hong Kong han sido engañados por la oposición y sus aliados extranjeros para apoyar la campaña antiextradición", rezaba el editorial.

Desde el punto de vista de los manifestantes, el hecho de que sus reclamos fueran desestimadoscomo "motivados por causas externas" explica, en gran medida, lo que sucedió después.

La élite política de Hong Kong, respaldada por Pekín y aislada de los hongkoneses de a pie por un sistema político manipulado a su favor, demostró una tremenda incapacidad de leer con precisión el estado de ánimo de la gente.

Tres días después de la marcha -mientras que la líder ejecutiva de Hong Kong, Carrie Lam, insistía en que no cambiaría su postura-, miles de personas rodearon el edificio del Consejo Legislativo, donde se estaba debatiendo el proyecto de ley.

Era el mismo lugar en el que, casi cinco años antes, una hilera de camiones empezó a recoger tiendas de campaña abandonadas.

Al son del chasquido de los postes y el crujir de las barricadas de bambú -los residuos de semanas de protestas y ocupación-, las manifestaciones prodemocracia de 2014 llegaron a su fin.

Ahora este proyecto de ley, que en algún momento podría haberse visto como relativamente intrascendente, estaba a punto de reactivar ese movimiento, conocido como la "Revolución de los Paraguas".

Los manifestantes arrojaron ladrillos y botellas, la policía lanzó gases lacrimógenos y, en la tarde del 12 de junio, Hong Kong había sido testigo de uno de sus peores brotes de violencia en décadas.

Nadie podía tener duda alguna de que el Movimiento de los Paraguas, con sus demandas de una reforma democrática más amplia, había vuelto en busca de venganza.

Las pocas concesiones, primero la suspensión y finalmente la retirada del proyecto de ley, llegaron demasiado tarde para detener el ciclo de violencia creciente tanto de los manifestantes como de la policía.

Pekín tiene razón en señalar que hay muchos hongkoneses que deploran a los militantes enmascarados que construyen barricadas, destrozan la propiedad pública y provocan incendios.

Algunos de ellos son fervientes partidarios del dominio chino; otros simplemente están siendo pragmáticos, creyendo que la violencia provocará que el gobierno central intervenga de manera más severa en los asuntos de Hong Kong.

Pero las autoridades se vieron sorprendidas en noviembre ante una prueba de la verdadera fuerza de esos puntos de vista, cuando, en una participación récord en las elecciones locales, el sector prodemocrático arrasó.

Los candidatos prodemocráticos obtuvieron casi el 60% del total de los votos.

Al principio hubo un silencio estupefacto desde China continental, que realmente pensó que ganaría el lado pro Pekín.

Las primeras noticias solo mencionaron el cierre de la votación, pero no los resultados. Luego vino una consigna familiar.

La agencia de noticias estatal Xinhua culpó a los "alborotadores" que conspiraron con las "fuerzas extranjeras".

"Los políticos que están detrás de ellos, que están en contra de China y quieren arruinar Hong Kong, obtuvieron sustanciales beneficios políticos", dijo la agencia.

Como prueba de interferencia, China cita casos de políticos extranjeros que expresan su apoyo a la democracia o expresan su preocupación por su erosión bajo el dominio chino.

También culpó a Washington por aprobar una ley que ordena una evaluación anual de las libertades políticas en Hong Kong, como condición para mantenerle el status de territorio especial para el comercio.

La agencia Xinhua calificó esta medida como "una manipulación política maliciosa que interfiere gravemente en los asuntos de Hong Kong".

La realidad es que no se han presentado pruebas de fuerzas externas que coordinen o dirijan las protestas.

Los manifestantes jóvenes y radicales, que usan el término "Chinazi" en sus grafitis callejeros de manera generalizada, parecen estar tan motivados por las declaraciones de Pekín como por las de Washington.

Las propias instituciones -tribunales independientes y prensa libre- que se supone están protegidas por la fórmula "un país, dos sistemas" son ridiculizadas por el gobernante Partido Comunista como "peligrosas creaciones extranjeras".

Si en algún momento los hongkoneses podrían haber esperado que el ascenso económico de China trajera libertades políticas al continente y se alineara así con sus valores, muchos ahora temen que suceda lo contrario.

Los campos de detención masiva en Xinjiang, una represión más amplia contra la sociedad civil y el secuestro de ciudadanos por lo que se percibe como delitos políticos han subrayado la preocupación de que Hong Kong está ahora gobernada por jefes políticos inherentemente hostiles a las mismas cosas que hacen especial este territorio.

Y cualquier reclamo a los valores universalesque se garantizan en Hong Kong bajo su parte correspondiente de los "dos sistemas" es un anatema para Pekín, uno que rechaza al mezclarlo con la intromisión extranjera.

A pesar de temores previos, parece poco probable que el gobierno central envíe al Ejército, una medida que seguramente provocaría aun más un clamor internacional.

Pero tampoco puede ofrecer una solución política.

Darle al movimiento prodemocrático algo más de lo que el Partido Comunista destina cada recurso de su estructura organizacional a negar a la masa de ciudadanos chinos es imposible.

Sus valores son la estabilidad y el control, no la libertad y la democracia, y le cuesta comprender cómo alguien elegiría lo último sobre lo primero.

Por lo tanto Pekín se ve limitado por un sentido de destino histórico hacia un territorio con el que tiene, en gran medida, una profunda oposición ideológica.

Esta tensión no ha pasado desapercibida en otras partes de la región, en particular, en Taiwán, la isla autogobernada que China considera una provincia separatista.

La presidenta taiwanesa, Tsai Ing-wen, ha sugerido que el sistema de "un país, dos sistemas" que rige en Hong Kong demuestra que el autoritarismo y la democracia no pueden coexistir.

Refiriéndose a la posibilidad de que se imponga una fórmula similar en Taiwán tuiteó, en caracteres chinos, la frase "bu ke neng": "¡Imposible!".

Publicidad