AFP

En la provincia de Anbar, dominada por los sunitas, los iraquíes luchan por reconstruir sus vidas tras años bajo el yugo del grupo Estado Islámico y advierte que no permitirán el retorno de los familiares de los yihadistas a esta zona de Irak.

Omar Shihan al Alwani, que luchó contra el EI, asegura que a los familiares de los yihadistas que intenten volver lo único que les espera es la venganza. 

"Anbar es una sociedad tribal. Si el hermano o el padre de alguien es asesinado, nosotros respondemos con una venganza de sangre matando a alguien de la tribu del asesino", explica Alwani, dos meses después de que Irak declarase la victoria sobre el EI. 

"No queremos que los combatientes del EI vuelvan y que empiece una espiral de violencia", dice este hombre de 35 años, con una tupida barba y un pañuelo rojo en la cabeza, desde una sala ceremonial tradicional. 

Para él, si éstos vuelven "va a correr la sangre y ni las tribus ni las operaciones militares van a poder impedirlo". 

Estas posturas están lejos del apoyo que tuvieron los yihadistas en esta zona desértica.  

El precursor del EI emergió en esta parte de la zona sunita de Irak en 2006 y fue bien recibido por muchos habitantes de Anbar, que consideraban que era como una protección frente a las autoridades de Bagdad, un gobierno dominado por los chiitas. 

Los yihadistas fueron expulsados por las fuerzas del gobierno, pero cinco años después, a finales de 2013, los combatientes tribales se aliaron con el grupo contra Bagdad. 

Los yihadistas aprovecharon esta oportunidad hacerse con grandes franjas de territorio. 

Pero muchas tribus se fueron tornando contra el EI, especialmente a medida que comenzaron a ver la brutalidad de sus métodos, su interpretación rigorista del islam y el envío de sus "policías" a azotar a la gente en público y a ejecutar a los miembros de las tribus que se negaron a plegarse a su voluntad. 

- 'La sociedad los rechaza' -
Hoy los residentes siguen cuantificando los costos de la presencia del EI, en vidas perdidas y en la destrucción de las infraestructuras, insistiendo en que no quieren repetir los errores del pasado. 

"Son parias y la sociedad los rechaza", dice Jamis al Dahal, de 60 años, mientras se corta el pelo en una barbería.  "El gobierno no va a obligarnos a aceptar a personas que mataron a hombres, mujeres y niños en Anbar", sentenció. 

Algunos toman posiciones más moderadas, pero son muy cautos.

"No estamos en contra del retorno, pero es un mal momento y esto podría provocar disturbios y un retorno del baño de sangre en las calles", afirma el excombatiente tribal Omar Ibrahim. 

"Deberían estar en un campo bajo supervisión del gobierno iraquí y deberían recibir una instrucción diaria sobre cómo vivir todo juntos y cómo combatir el extremismo ideológico", agrega. 

Actualmente cerca de 380 familiares de yihadistas, mujeres y niños están detenidos en campamentos en Anbar, en condiciones muy duras. 

El año pasado la organización estadounidense Refugees International informó que mujeres y niñas sospechosas de tener vínculos con yihadistas del EI habían sufrido abusos sexuales por parte de guardias de los campos. 

Pero quienes dejan estas instalaciones, muchas veces no tienen adonde ir. 

En la ciudad de Ramadi, los residentes informan que las casas que pertenecían a las familias de los yihadistas han sido destruidas, en represalia a una táctica similar usada por ellos contra sus enemigos. 

Nadie quiso reconocer su responsabilidad. 

La ciudad todavía guarda las huellas de los combates y de los bombardeos de la coalición liderada por Estados Unidos durante la operación lanzada por las tropas del gobierno para recuperarla a principios de 2016. 

Erfan Ali, representante de Irak del Programa de la ONU para los Asentamientos Humanos, dijo que cerca de 8.000 hogares quedaron destruidos o gravemente dañados, al igual que cerca de 1.200 de las viviendas de Faluyah.

En un momento en que el califato transfronterizo languidece, muchos todavía temen que el gobierno central iraquí no sea capaz de impedir su retorno de forma definitiva. 

Algunos residentes todavía no se han atrevido a quitar los signos que dejó el grupo para marcar su presencia y los grafitis con la inscripción "propiedad del Estado Islámico" siguen marcados en las paredes de sus casas. 

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