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Acto en Valparaíso: Empeñados en perder. Por Rafael Gumucio

Acto en Valparaíso: Empeñados en perder. Por Rafael Gumucio
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No faltó nada. El número de “Las Indetectables” en un acto en Valparaíso fue la escenificación exagerada de todo lo que el Apruebo no tiene que ser si quiere ganar, o no perder por paliza la elección del 4 de septiembre: chistes sobre el aborto, paseo de la bandera por el ano de las, o los, o les, disidentes sexuales. Caca, símbolos, consignas, antropología barata y zapatos de goma, diría Charly García.

Los (ir)responsables organizadores del acto, alegaron no saber de antemano el contenido del show. Puede que sea cierto. No saber lo que hace, y sobre todo lo que no se hace, es una especialidad del alcalde de Valparaíso Jorge Sharp. El error y desatino es también la especialidad de los tres convencionales que lo respaldaron en la organización y la animadora de éste, la periodista Alejandra Valle.

No sabían, pero sabían. Al llamar el acto “Apruebo para Transformar” revelaron la esencia del acto: Aquí se trata no de aprobar para convivir, o para mejorar, sino para convertirnos en otro, para transformarnos, para ser en todos los sentidos un país “trans”. Fue por lo demás lo que estos convencionales de la Lista del Pueblo y el mismo Jorge Sharp defendieron desde antes del proceso constituyente: la idea de cambiar desde cero este “país de mierda”, con su bandera dictatorial, su himno ídem, su Estado caduco, su policía cruel y corrupta y un largo etcétera de cosas que estaban mal de raíz.

Para este sector a la izquierda del Apruebo, la Convención fue ante todo y sobre todo el escenario para hacer visible su descontento radical con un país que nunca fue el suyo del todo. El acting en que se desvistieron y vistieron confirma ese empeño en la performance como discurso. La política, que despreciaron desde el comienzo, no fue parte de su misión.

Convencer, paso previo para vencer, no era su tarea, aunque la excesiva buena voluntad o debilidad del resto los escucho con demasiada paciencia. Su tarea era denunciar, era mostrar, era enrostrar, era gritar, era rebelarse contra la estructura injusta de nuestra sociedad. Estructura injusta la chilena, pero también cualquier estructura de cualquier país, porque finalmente es el Estado siempre una dictadura y la policía siempre la represión, y la política siempre la corrupción, y la propiedad siempre un robo.

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Esa izquierda nunca ha querido ganar. O más bien, para ser exacto, siempre ha querido perder. En octubre estuvieron a metros del palacio presidencial, pero no lo rozaron. Se negaron no solo a los acuerdos políticos sino a cualquier forma de política organizada, convirtiendo su anomia en una bandera de lucha. La sorprendente votación que recibieron en la elección de convencional los atormentó como un fantasma. Se espantaron entre ellos hasta quedar reducidos a nada. Consiguieron firmas de un notario muerto para candidatos moribundos. Llegaron donde querían: a ninguna parte.

En la Convención se dedicaron a retar y gritonear a cualquiera que no entendiera su enrevesado vocabulario. Los débiles convencionales le hicieron caso y pusieron al lado de “diversidad sexual”, “disidencia sexual”. Agustín Squella que reparó que no era lo mismo, que era incluso lo contrario, lo mandaron a callar con el único argumento que conocen, llorar y taparse los ojos.

Ante ese empeño por perder, uno no puede evitar pensar que hay algo más que una serie de errores hijos de una esforzada torpeza. Nadie pierde tanto si no gana algo en el intento. Hasta los suicidas se matan solo cuando les conviene. Esta izquierda, la radical, la performática, la disidente, perder le sirve más que ganar.

Les sirve porque los define, porque los comprende, porque los une también. El poder obligaría a distinguir quién es quién. Obligaría a tomar decisiones, obligaría a traicionar. Obligaría a despertarse temprano, incluso. Obligaría a dejar la estética de la poesía épica, para vivir en la ética de la prosa.

Sería maravilloso que la performance de la bandera en el ano fuese la expresión punk de una rabia incontenible. Lo es en parte, pero no se les olvida a quienes participan de ella que son el posible objeto de alguna tesis universitaria del primer mundo. Que hay viajes a Harvard y sueldos en alguna universidad esperandol@s.

Su rebeldía, como la de Las Tesis, rompe con todo menos con el marco teórico que les provee justamente el imperialismo norteamericano y sus academias (financiadas todas por millonarios). Como con las Tesis, la rebeldía es contra el Estado, pero desde el Estado, contra los políticos pero en actos y escenarios políticos, contra Chile, pero llamando a votar Apruebo para una nueva constitución chilena que sigue consagrando la bandera como emblema patrio.

El acto de la bandera, como el de la fusta y los ciclistas de este domingo, no fue ni planificado, ni preparado. En ambos casos los símbolos se salieron de las manos y se desbocaron mostrando el revés de las dos tramas. Todo lo que el Rechazo, con huasos azotando, no quiere ser. Todo el Apruebo, de trans pariendo la bandera por el ano, tampoco.

Pero en caso de Valparaíso, el accidente es parte de algo más sistemático y antiguo. Algo que cometimos el error y el horror de celebrar durante meses desde octubre del 2019, que no es otra cosa que una izquierda que necesita perder para entenderse a sí misma. Una izquierda a la que no le importa arrastrar al pueblo, a los más pobres de entre el pueblo, en su derrota y dejarlos sin metro, sin seguridad pública, sin registro civil, sin nada que los conecte a la gran ciudad.

Una izquierda perfectamente individualista, que se limpia el trasero con los símbolos, ajenos sin capacidad para desarrollar los propios. Una izquierda parasitaria y egocéntrica. Que viene a llorar a los brazos de Carolina Tohá, Karol Cariola, Camila Vallejo o a los del mismo presidente Boric cada vez que les va mal en la ruleta rusa. ¿Cuánto le durara a la izquierda constructiva, a la militante, a la gobernante, el corazón de abuelita? Espero que poco.

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